Tancredo López fue un valenciano, novillero
fracasado, albañil parado y desesperado, que a principios del siglo XX se hizo
célebre con la “suerte del pedestal” o “suerte de don Tancredo”, que consistía
en esperar al toro, a pie firme sobre una plataforma de madera, embadurnado de
blanco. El secreto de su correcta ejecución se hallaba en la quietud, en la
absoluta inmovilidad, para que el toro creyéndole marmóreo no le embistiera. Se
presentaba ante los públicos como “hipnotizador de toros” y “rey del
valor”.
Se dice que cobraba mil pesetas por
función. Su suerte le cambió cuando “Capita”,
un torito negro, corto de cuerna, pero muy bien armado, de la ganadería de Don
Anastasio Martín, le infirió una cornada grave en la parte alta posterior del
muslo derecho, ingresando en manos de cuatro monosabios en la enfermería de la
plaza (13 de junio de 1901).
Tras aquella aparatosa cogida el Ministro de Gobernación
prohibió el espectáculo y tuvieron que pasar algunos años para que dicha suerte
volviera a ser autorizada en nuestro país.
En agosto de 1903 el gremio de dependientes de
comercio de la capital de España, solicitó permiso al Gobernador Civil para que en su
tradicional función benéfica se le permitiera trabajar a Don Tancredo, alegando
que de no ser así se moriría de hambre. Hasta le dieron la vuelta a la famosa
coplilla:
Don
Tancredo. Don Tancredo
don
Tancredo es un barbían,
pero
se muere de hambre
si
no se sube al pedestal.
Llegaría hasta presentar recurso contencioso
administrativo contra aquella orden que le impedía seguir ejerciendo su nueva
profesión. Poco a poco se fue apagando su fama hasta morir olvidado de todos en
un hospital de Valencia en 1923.
La población cordobesa de Castro del Río
también tuvo su particular "Don Tancredo" al que la suerte en la vida le fue algo
esquiva. Su nombre, Francisco Bravo Expósito, alias “Sultán”, que ejerció como
enterrador de la villa hasta casi el final de sus días.
Su debut fue durante un ciclo de mojigangas
celebrado en la plaza de armas del castillo habilitada al efecto durante el
verano del año 1903, justo en el momento en que la polémica a nivel nacional
sobre la prohibición que recaía sobre el verdadero Don Tancredo estaba en su
pleno apogeo:
“Quinto de la tarde, negro, añojo y
embistiendo regular. Este es el de muerte, y al que se le hace la suerte de Don
Tancredo. Francisco Bravo “El Enterrador”, encalado de pies a cabeza, pasea la
plaza hasta llegar a la presidencia. Lleva un morrión que parece la mitra de un
Obispo. Una vez colocado el pedestal, se parapeta en lo alto. La mayor parte de
los espectadores entonan aquello de:
Don Tancredo, Don
Tancredo
en su vida tuvo
miedo,
Don Tancredo es un
barbian,
hay que ver a Don
Tancredo
subido en su pedestal.
Y estando en el concierto filarmónico,
asoma el gachó de los pitones. Lo indica, se va hacia él, lo husma, y al olerle
los perfumados pies, ¡zas!...un trompazo al cajón, y el Bravo de Don Tancredo
cae sobre la testa del novillo. Cordobés hace un quite soberbio, y el
enterrador parecía un copo de nieve que lo arrastra el huracán hacia el
burladero. Pero no por eso dejo de llevarse la mitra que se le había caído, y
muchas palmas bien prodigadas a su valor suicida”.
(Extraído
de una crónica taurina remitida al diario El Defensor de Córdoba por el ínclito
corresponsal en la plaza José María Jiménez Carrillo, a quien le seguimos
debiendo una entrada personalizada por todo cuanto nos ha trasmitido).
El apellido Expósito ya delata el origen humilde de
nuestro nuevo protagonista. En aquellos albores del siglo XX el oficio de sepulturero
no creemos fuera demasiado querido ni que estuviera suficientemente bien pagado,
de manera que Francisco, de economía, debía de hallarse cercano a los llamados
pobres de solemnidad, cuya particular situación mejoraba ocasionalmente cuando
fallecía algún vecino. De ahí, quizá, que se prestara a participar en aquella
charlotada para obtener unas pesetillas complementarias para gastarlas en la
Feria Real.
Sobre el osado Francisco Bravo, que había venido al
mundo en 1876, conocemos que en 1909 fue detenido por la Guardia Civil del puesto
de Castro del Río por cuestionar con un convecino, con el resultado de heridas
en la cabeza para ambos contendientes.
En 1912 es nuevamente detenido por hallarse
reclamado por el Juzgado de Castro del Río. En 1914 es trasladado desde las
Higuerillas de Castro del Río hasta la cárcel de Córdoba.
Todo
indica que pasó un par de años en prisión por un presunto delito de
falsificación.
Cuando su
causa fue finalmente llevada a la Audiencia Provincial (octubre de 1915) el
fiscal retiró la acusación y se estimó conveniente su sobreseimiento.
No conocemos los pormenores de esa presunta
falsificación de la que se le acusaba. No nos lo imaginamos implicado en una
emisión de billetes falsos. Se hallaba bastante generalizado por estos años el
abuso o pillería relacionado con la venta de participaciones fraudulentas de
lotería o de rifas. Sea como fuere, lo cierto es que tuvo que pagar con la cárcel
por un delito que no llegó a demostrarse que cometiera.
Como
comprobaran un historial delictivo que no llega a la exagerada aseveración de “sujeto de pésimos antecedentes”, que se
le aplicará con el tiempo.
Las siguientes noticias sobre Francisco se
corresponden ya con las postrimerías del año 1937, cuando tiene que verse nuevamente en el trance de personarse ante un Tribunal, en esta ocasión ante el
Consejo de Guerra Permanente de la Provincia de Córdoba, en la causa instruida
contra él por el delito de “auxilio a la rebelión y asesinato”.
Debió de encontrarse entre aquel pequeño
sector de la población de Castro del Río, que cuando se inicia aquel éxodo
masivo por la carretera de Bujalance al caer el pueblo en manos del ejército
rebelde (24 de septiembre de 1936), optara por permanecer. Por su edad y quizá
por no haber participado directamente en actividad política o sindical creyó
salvaguardada su integridad física (no consta en su expediente filiación
alguna). Craso error, pues al poco era detenido y trasladado a la prisión
habilitada en el Alcázar Viejo de Córdoba.
El asesinato que se le imputaba era el
perpetrado contra el labrador y ex diputado agrario antimarxista Don Antonio
Navajas Moreno, quien fuera presidente de la Federación Provincial de Labradores
de Córdoba y dirigente de la Asociación
Nacional de Olivareros, conocido popularmente en su pueblo natal como “Barbitas de Alambre”.
(La fotografía pertenece a la Asamblea de la
Asociación Nacional de Olivareros celebrada en Córdoba en el mes de julio de
1933. El de mayor estatura que aparece a la derecha es Navajas Moreno. A su
lado el agrarista de Bujalance, Antonio Zurita Vera. Ambos, figuras de peso en
el seno de la patronal agrícola cordobesa desde aquellos convulsos años del Trienio
Bolchevique).
Don Antonio Navajas, tres de sus hijos varones (Augusto, Mateo y José) y un hijo político, se hallaban entre quienes
desde el día 19 de julio de 1936 se encerraron en el Cuartel de la Guardia Civil
de Castro del Río resistiendo el asedio a que fueron sometidos por parte de las
milicias locales. A las 14 horas del día del 23 se desarrolló un oscuro
episodio, entre la rendición y la huida premeditada, que terminaría costándole la
vida a Don Antonio y al menor de sus
hijos, José que tenía apenas 16 años. Sus hermanos Augusto y Mateo lograron huir entre la confusión.
A raíz de la posterior muerte de Augusto,
enrolado en las filas del ejército nacionalista como escolta del coronel Sáenz de Buruaga, trasciende un telegrama remitido por los hermanos Augusto y Mateo
Navajas Rodríguez-Carretero a su hermano Antonio desde Montilla, inmediatamente
después de aquellos luctuosos sucesos:
“Salvados
milagrosamente, llegamos aquí esta mañana con algunos guardias civiles, papá asesinado plaza pública por las turbas criminales anteayer, hay que vengar su
muerte. Mateo herido leve. ¡Arriba España! – Augusto y Mateo”.
El destinatario del telegrama era Antonio Navajas Rodríguez-Carretero, teniente de la Guardia de Asalto, que el 18 de
julio de 1936 se encontraba en el Gobierno Civil de Córdoba, a las órdenes del capitán Tarazona. Ambos se
posicionaron en favor de la defensa de la legalidad republicana. Terminada la
toma fue detenido y encarcelado junto a su jefe. La trágica historia de su
familia le permitiría salvar la vida.
Hasta ahora nuestras noticias sobre la muerte de Don
Antonio coincidían con lo reflejado en el telegrama. En los días inmediatos a
aquellos hechos la prensa cordobesa publicó una corta reseña en la que se nos
da otra versión diferente:
“Noticias llegadas de Castro del Río indican
que ha sido asesinado en este pueblo don Antonio Navajas Moreno. Parece que al
atravesar unas huertas para refugiarse en sitio donde no fuera alcanzado por
los criminales, alguien le vio y cometió la villanía de delatarle. Los
perseguidores le hicieron una descarga causándole la muerte”.
Nuestra sorpresa
ha sido mayúscula al toparnos con otra tercera versión aportada por alguien que
asistió al Consejo de Guerra celebrado en la plaza de Córdoba el día 17 de
diciembre de 1937, en el que se vio y falló la causa instruida contra Francisco Bravo Exposito:
“Determinadas
circunstancias nos han permitido ahora conocer algunos detalles de la trágica
muerte del señor Navajas.
Este fue llevado a las tapias del
cementerio y allí sus asesinos lo agredieron asestándole varios hachazos.
Todos los asesinatos eran presenciados por
el sepulturero, llamado Francisco, que sin duda alguna, sentía en ello especial
delectación.
Don Antonio Navajas no quedó muerto y al
darse cuenta de la presencia de Francisco le gritó: ¡Francisco auxíliame!
Pero el criminal sepulturero en vez de
auxiliarle se acercó a él provisto de un hacha y le descargó el golpe que acabó
con la vida del herido.
Este monstruo marxista ha sido detenido y
sin duda alguna no pasara mucho tiempo sin que la Justicia le exijan estricta
cuenta de su conducta”.
Da la impresión como si aquellas palabras recogidas
en el telegrama de Augusto (hay que vengar la muerte de papá)
hubieran sido satisfechas.
El 12 de
marzo de 1938, en un patíbulo instalado al efecto en el patio de la cárcel,
Francisco Bravo Expósito, el osado e intrépido "Don Tancredo de Castro del Río",
era ejecutado a garrote vil por el famoso verdugo de la Audiencia de Sevilla,
Cándido Cartón.
Resulta
extraño que en aquellas circunstancias pudieran encontrarse testigos para inculparle. Las pruebas contra él no creemos que fueran más allá de las
denuncias forzadas de terceras personas, bien por miedo o por las típicas
rencillas personales, o incluso, que salieran de la propia autoinculpación del
reo tras ser sometido a torturas. Conjeturas todas difíciles de desentrañar ni
tan siquiera con el expediente de la causa 192/37 en la mano, que debe de conservarse
entre los entre los fondos del Archivo Militar del Tribunal Territorial 2º de Sevilla.
Sus restos
mortales fueron a parar a la fosa común del Cementerio de la Salud de Córdoba.
Su nombre aparece hoy inscrito sobre paredes de mármol en el monumento que
con el nombre de “Los muros de la memoria” se inauguró en marzo de 2011.
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