Espacio abierto dedicado al estudio de las historias locales de los municipios de Castro del Río (Córdoba), Porcuna (Jaén) y Motril (Granada), así como sus adyacentes. Recomiendo la utilización del apartado de comentarios para aportaciones, consideraciones, críticas o rectificaciones. De igual manera, está disponible para quienes deseen colaborar con la publicación de artículos o aportando documentos, sobre cualquier tema de carácter histórico relacionado con dichas poblaciones.

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25 septiembre 2013

TIERRA DE OLIVOS



     Entre un lote de libros digitales conseguido a través de un compañero de trabajo me llamó la atención el titulado “Tierra de olivos” del que es autor un para mí hasta ahora desconocido escritor madrileño llamado Antonio Ferres, encuadrado dentro de la generación del 50 y adscrito a un género literario bautizado en su día como realismo social.  Fue publicado en la "Biblioteca Breve" de la editorial Seix Barral de Barcelona en el año 1964. Recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo, con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente como para afirmarse su singularidad:

     “Ferres ha conseguido en esta obra integrarse en el mundo descrito como un personaje natural. Muy distinto del literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes. Los campos de los pueblos de Córdoba y Jaén, las gentes de una de las zonas más ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se reproducen ante el lector de una manera totalmente espontanea, con el mínimo de artificio que necesita una crónica conmovida”.

(De  la crítica publicada en La Vanguardia de 29 de julio de 1964)

    “La lectura del bello libro de viajes Tierra de olivos deja en el lector una grata impresión.  Se alternan aquí las descripciones de los distintos pueblos andaluces a los que llega “el viajante” con las múltiples conversaciones que el mismo mantiene con los diferentes  contertulios y en las que se refleja la dureza de la vida de los jornaleros del olivar, un mundo rural donde la Historia parece haberse detenido y cuya rutina sólo se altera con la marcha de los emigrantes que esperan así romper con un ciclo maldito. A su vez la narración se complementa con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos”.


(De la crítica publicada en El Cultural tras ser reeditada la obra en el año 2004)

    El periplo viajero real, que sirvió de inspiración a Ferres a la hora de hilvanar la narración, ateniéndonos a referencias temporales que asoman en la escala que el protagonista (un viajante comercial de limpiametales y otros productos de droguería) realiza en la villa cordobesa de Castro del Río durante las fiestas de Carnaval, es forzosamente anterior a la famosa riada que asoló la población en febrero del año 1963: ¡Ya verás el día que al río se le jinchen las narices!



    Seguimos, mientras los muleros sujetan a las caballerías de los ronzales. Luego de los olivos hay trigales y un amplio cebadal de un verde claro y nuevo, brillante. Planea una cigüeña sobre los charcos de una hondonada. Cruzamos Baena, sin detenernos, y enseguida llegamos a la vista del río Guadajoz, que por esta parte parece río muy caudaloso. La carretera bordea un rato la orilla izquierda y, enseguida, llega el automóvil a Castro del Río. Don Mariano se espabila conforme entramos en el pueblo.
    Es un pueblo también blanco, de aire más campesino que los pueblos donde sólo hay olivar. Está cayendo la tarde y, a la hora que es, transita mucho mocerío por la calle principal. Hombres con blusa, chicos con la camisa remangada y muchachas con trajes de colores chillones se vuelven para mirar el coche cubierto de polvo. Delante de la fonda hay un corro de niñas y algún que otro chiquillo. Hacen palmas y cantan o se agarran de las manos y dan vueltas.

    ¡Carnaval!
    ¡Carnaval!
    Vengo de mi melonar,
    traigo melones maduros
    y asandías colorás.

   Las mozuelas, cuando cantan, tienen un gesto pícaro en la cara. Una pareja - un niño chico y una moza de pechos grandes-, sale, cogidos de la mano, al centro del corro.
   -Los pueblos de trigo tienen otra alegría.
   -Este término da también algodón y mucho tabaco. La cosecha de tabaco llega a valer más de cuatro millones de pesetas, aunque no por eso deja de haber olivar, comenta Quesada.
   Entramos en la fonda, que es grande y nueva. En el rótulo que hay a la puerta pone: «Hotel Español». Tiene un vestíbulo blanco, con el suelo de mármol blanquísimo y las paredes enjalbegadas hasta cegar. La claridad cae por todas partes, desde las cristaleras, el portalón y el patio. Hay tiestos y mecedoras, colocados sin orden ni concierto, como si en el hotel acabaran de fregar el piso.     En el patinillo que sirve de paso para llegar al retrete crece un naranjo enorme, con las ramas altas, desparramadas, tapando hasta las ventanas del segundo piso y el tejado.
    -Me da pena seguir para Córdoba. Aquí se está bien, hasta las habitaciones tienen un grifo de agua corriente y un cubo debajo del agujero del desagüe.    
     Salimos, los tres juntos, a la calle. Hay grupos de campesinos  a las puertas de las tabernas. Hombres callados, quietos, con las manos a la espalda y la mirada distraída.
     -Verá usted... siempre parece que vaya a pasar algo, con tanta gente en las calles. Antes se lo refería al compañero...
     -Es que hoy es sábado -dice don Mariano-. Pero si bien se mira, y puede que tenga razón, a veces parece que fuera a ocurrir algo, como si todo estuviera en un trance y la gente esperando Dios sabe qué.
     Nos quedamos callados, mirando a la leve costanilla, barruntando el campo. Pienso que -a lo mejor- es menester haber pasado tiempo solo, en la misma soledad que cada uno de nosotros, los viajantes, por estos pueblos y estos campos de Dios, para darse cuenta. Muchas veces he pensado que en cualquier momento vaya a pasar algo importante. Recuerdo que, en ocasiones, en otros viajes, cuando me dedicaba a vender quincalla o cosas de poca monta, me quedaba mirando y me asaltaba la inquietud. Tenía la misma impresión.

    Era sábado -lo recuerdo bien- en plena recolección de la aceituna, y las barberías y las tabernas estaban llenas, y las caras de los hombres se asomaban desganadamente a las puertas, mientras escuchábamos arrastrarse los pasos en medio del silencio.
    -Para chasco bueno -dice don .Mariano-, el que me llevé yo la primera vez que caí por una de estas plazas de Andalucía y vi a los grupos de hombres que estaban esperando a que los contrataran para trabajar. Me creí que era una manifestación.
    Quesada se vuelve todavía para mirar a los hombres quietos a la puerta de las tabernas. En lo alto de la calle hay una posible plaza. Dos calles -una a más nivel que la otra- dejan en medio al edificio de un mercado, construido en 1925, según se lee en la puerta, con balaustradas que asoman sobre la calle de nivel más bajo.



   Arranca el coche de Quesada. Don Mariano y yo le despedimos agitando las manos. Bajamos hacia el centro del pueblo. Vamos despacio, y mi compañero separa y se echa éter en la garganta con el pulverizador. Como las confiterías y las tiendas de caramelos están abiertas hasta tarde, don Mariano entra y sale. Le espero entre el mocerío que va y viene por la calle principal. Los hombres han quedado en grupos, a la puerta de las tabernas o sentados en los casinos. Hay dos casinos: uno que es café público y el otro, poco más allá de la calle, que parece el de la gente rica. Los muchachos y las muchachas llenan las aceras y la calzada, pasan corriendo y se echan papelillos de confeti. Por lo general los chicos van en grupos, separados de las muchachas. Tres niñas morenitas vienen con prisa, oscilándoles, colgadas de la muñeca, las bolsas de confeti.
    -Voy a echarle picadillo -dice una, medio avergonzada, acercándose a mí. Unas mozas que pasean por la otra acera estallan a reír cuando me ven cubierto de papelillos rojos y azules.
    Pasados los casinos hay una pequeña capilla, con dos palmeras enanas, una a cada lado de la puerta. En el muro pone: «Iglesia de la Madre de Dios». Sobre la puerta hay un reloj de sol; y, más abajo, un reloj de esfera grande, que se ilumina al poco rato. Oscurece, y aumenta el bullicio en el paseo.



   Tuerzo por una calle a ras del mercadillo, que pasa por delante del Juzgado Comarcal. Hay una calleja que se llama del Rincón, e intento dar la vuelta por ella. Una mujer con los ojos grandes y redondos como platos me mira.
   -Por aquí no puede salir.
   -¿Por dónde puedo?
   -Por donde ha venido usté.
   Vuelvo hacia la puerta de la taberna. Canta alguien. Sale el cante hondo a la calle. Un tipo cetrino toca la guitarra. Miro a los hombres indiferentes que hay a la puerta y me abro paso para entrar. Los hombres se ladean, apenas se vuelven, siguen quietos, como si no fuera con ellos.
    -¿Qué va a tomar?
    -Vino.
    Los que están a la puerta tienen los vasos en la mano, y miran a lo hondo de la calle. Corren chiquillos que siguen tirando al aire papelillos de confeti. Junto a la fonda las niñas cantan. Las mozas que pasan tienen la mirada pícara y alegre, vuelven la cabeza a un lado y a otro. Se ríen. A lo lejos, se oye el soniquete:
                                                  
                                                     ¡Carnaval!
                                                     ¡Carnaval!
                                                     Vengo de mi melonar,
                                                     traigo melones maduros
                                                     y asandías colorás.

    -No hay quien pueda con la juventú -dice un tipo medio albino, aunque quemado por el sol, cubierto de pecas y con las cejas blancas-. Vamos a tener jolgorio este Carnaval; a pesar de todas las prohibiciones, por ahí arriba iban unos niños disfrazaos.
    -Mire señala el tabernero hacia el comienzo de la calle-. Miren ese grupo de mozas jugando a los búcaros.
     Atendiendo a la indicación del hombre, vuelvo la cabeza. Doy unos pasos, con el vasito de vino en la mano, hasta acercarme al corro. Son ocho muchachas, que tiran al alto, echándoselo de unas a otras, un jarrón de barro. Una lo coge al vuelo y vuelve a tirárselo a otra moza. Luego, el jarrón se cae y se rompe contra el suelo, en mil pedazos. Se arma mucha algarabía. Gritan y ríen las muchachas.
    A la que se le rompe, pierde -dice un campesino.
   ¿Y qué pierde?
    La cabrean las otras -dice un chico que hay detrás-. También jugamos los mozos.
    Pago mi vino. Regreso hacia el centro del pueblo, por encontrarme con don Mariano. En la misma esquina, entre el grupo de gentes que miran a las mozas del búcaro, veo a la muchacha del coche de Priego, la que sufría los requiebros del viajante de dentaduras postizas. Viste la chica la misma ropa que llevaba en el autobús. A su vera hay un hombre mayor, grueso, con sombrero verde. La chica y yo cruzamos un segundo las miradas. Noto que sonríe, de perfil, huyéndome los ojos. Espero un rato, por ver hacia dónde tiran la muchacha morena y el hombre de sombrero verde. Echo a andar detrás de ellos, lejos, por la otra acera. Sin querer asomo a la calle cerrada, donde hace un rato me tropecé con aquella mujer que me dijo que la calleja no tenía salida.



    Vuelvo hacia el bullicio del paseo, entre los grupos de jóvenes, las caras arreboladas, los gritos de las niñas que corretean. Jadeando, apoyado en el mostrador del café, está don Mariano. Le acompaña un hombre cincuentón, de cara flaca y frente surcada de arrugas, que resulta ser el dueño de una tienda de las que he de visitar en Castro. El hombre se llama Aguilera y cuando se entera de que represento el limpiametales me hace un pedido.
   -No es presunción, puede usté preguntarle a cualquiera... Con lo que yo le encargue hace usté el agosto, a ver si hay algún descuento de la casa.
    ¿Sabe de algún otro comercio que pediría alguna de las cosas que traigo?
    -Los demás poco van a encargarle de seguro.
    Yo, por el contrario, todavía tengo que dar muchas vueltas por el pueblo mañana domingo -dice don Mariano, tomando aliento.
    ¿Irá esté a Montilla?
   -Creo que sí. -Me fijo en la cara de suficiencia que pone el tendero-. No conozco la plaza. ¿Qué tal es?
    -Mejor que todo esto. Hay buenas fábricas de vino.
   Don Mariano y yo hacemos el camino hacia la fonda, despacio, deteniéndonos cada dos pasos.
    -Me da envidia de ustedes porque son jóvenes y se interesan. Cuando yo tuve que lanzarme a este puñetero oficio de viajar, no tenía otro interés que arañar una perra aquí y otra más lejos. Ni para leer el periódico he tenido un respiro.

    -Nos pasa a todos los que tenemos que ganar el pan.
    Con estas y otras historias llegamos a lo alto de la calle. Miro a la casa en la que he visto entrar a la chica del coche de Priego, y le refiero a don Mariano mi encuentro con la muchacha.
     -Ah, sí. Debe de ser la sobrina de un tal don Bartolomé: uno que tiene muy buenas tierras. Ligar con ella le va a costar a usted dar más vueltas que un peón, y perder un montón de días en este pueblo, si es que conseguía ligar...
     Tres mozos van gritando por la calle, echándose un botijo al aire, sin perder el paso. Lo coge al vuelo el que marcha delantero. Hace un regate y se lo tira al otro, que es un tipo mofletudo, bajo. El cacharro se le rompe contra la cara. Cae el botijo al suelo hecho pedazos.
    Me has hecho sangre. ¡Me caguen...!
   Tiene las manos abiertas, manchadas, y le chorrea la sangre por la cara.
   Es noche tibia. Ya brotará el azahar en los naranjos por la Andalucía baja, por Sevilla y por la costa. Desde que he vuelto a Andalucía, no me encuentro a gusto más que cuando atravieso sus campos. En las villas y en los pueblos grandes me siento un extraño, más forastero que cualquiera.
     El domingo por la mañana ya estoy deseando irme, pero el coche de línea no sale hasta pasado el mediodía.
   -Con las cosas que hemos hablado en estos días que hemos pasado juntos, se me hace raro que se marche -dice don Mariano. Se apoya en mi hombro y mira a la leve pendiente. Va en vilo por los adoquines redondos de la calle.
   -Hemos charlado mucho, aunque nadie lo diría -sonrío-. Y algún día nos reuniremos para contarlo.
   -Pocos faltaremos a esa cita, si antes no se han llevado a uno con los pies para alante -jadea y vuelve la vista hacia otro lado.
    Es buen pueblo Montilla, ¿no?
   Vaya... Es un pueblo con fábricas de vino. No viene mal el vino para ahogar la pena -medio bromea, como si le costara trabajo-. Suba Guadalquivir arriba o baje Guadalquivir abajo, siempre encontrará problemas.
   Llegamos despacio. En el mercado, aunque es festivo, entre las balaustradas de cemento, se ven cruzar las faldas de colores chillones de las mujeres. Hace aire. Miro distraídamente, y me parece -otra vez- que no sé, a ciencia cierta, qué rumbo tomar.



   -Tengo que hacer muchas visitas. Mejor es que nos despidamos ya. ¿Le parece que entremos aquí a beber las últimas?
   -Bueno.
    De nuevo están los hombres parados a la puerta de la taberna, con las manos a la espalda, las palmas blancas hacia fuera. Guardan el mismo silencio, y nos miran con caras de ajo a los viajantes.
   -Ésos también acudirán a la cita que imagina el amigo Quesada.
   Es lo que importa. ¿A qué hora dice que sale mi coche?
   -A las dos. Puede comer tranquilamente, y hasta tomar café.
   -No hay peligro por ahora... -Sonríe y mueve con aire resignado la cabeza, mientras se busca el pulverizador-. Yo desde luego llegaré más tarde a comer, cuando usted esté ya camino de Montilla.
    De verdad que hay buen mocerío -digo, mirando de lejos a dos muchachas que pasan cogidas de la mano.
   -Usted está encandilao desde que vio anoche otra vez a esa cordobesa que iba en el coche de Priego. Me di cuenta que no hacía usted más que mirar a la puerta de su casa.
   -Estas copas las pago yo.
   -Tengo mucha prisa, compañero. Vuelve a tocarme el hombro con su mano temblona-. Con una cordobesa así estuve yo también en un tris de encandilarme y mandarlo todo a rodar, pero eso no viene al caso... Luego me dijeron que la habían visto haciendo la carrera, entregándose por dos duros en Córdoba, por donde está el puente romano.



    Cuando me quedo solo, tengo la cabeza y el cuerpo calientes de vino. Por las calles del pueblo pasan los burros de los aguadores, cargados de cántaras de barro, coloradas o blancas. Sigo por una calle abajo, que se llama del Regimiento de Cádiz, una cuesta que llega hasta el río Guadajoz. Pasa la calle debajo de una arcada. Es una puerta del pueblo, que asoma a la carretera general. Sobre el arco hay un letrero que dice: «Puerta del Puente. Castro del Río. Córdoba. 1866». Hay unas señales, recordando hasta dónde llegaron las avenidas más importantes del Guadajoz. «Hasta aquí llegó el agua.» «Hasta aquí en 1947.»
    -Siempre estábamos diciendo: ya verás el día que al río se le jinchen las narices... -comenta un viejo que  está recostado en la puerta de Castro-. Pero el día menos pensao volverá a pasar lo mismo. Tós los ciegos le echan la culpa al empedrao, ya sabe.
    Sigo hasta el río. Desde el puente veo la figura entreverada del viejo, junto al arco, y unos camiones parados. Detrás está el pueblo blanco, en alto, y los restos de las antiguas fortificaciones y las torres de los templos. En las márgenes del río unos hombres se afanan, arrancando tierra: el mantillo y fango que ha arrastrado el agua el pasado invierno. Al lado hay borriquillos que rebuscan con el hocico la hierba más verde. Pasa un chico montado en bicicleta por la carretera.
   ¿Tiene fonda, señor?
   -Sí.
   ¡Ah! -Sigue pedaleando pendiente arriba hasta llegar a la puerta del pueblo.
    Se oye el clamor constante del agua, que pasa turbia, espesa, bajo los ojos del puente, entre una sombra que tiene color rojo.

25 febrero 2012

LA TELA DEL PADRE (Conclusión)


La tela del padre
(Conclusión)

      Ya entonces encontré descifrada la personalidad del padre a que aludía el oficio que en mi bolsillo llevaba; pero todavía no sabía una jota ni de la póstula ni de la tela.
      Íbamos procesionalmente: primero las dos burras con el alguacil y el pregonero, y después los ya dichos señores del pueblo, presididos por el vicario, el alcalde y el padre cuaresmal.
      Pronto averigüe lo que era la póstula. Los postulantes éramos nosotros: el objeto de la póstula eran el padre y su tela. Eso último es lo que faltaba comprender. Llegamos a todas las casas: las de los ricos, las de los medianamente acomodados y las de los pobres. El pregonero, hombre de buenos pulmones, se entraba por los patios de adentro, gritando ¡Para la tela del padre!, sacando en sus manos, ya una sarta de chorizos, ya un pedazo de jamón, ya un pedazo de tocino, o bien un celemín de trigo, de garbanzos o de habas secas; algunas gallinas, huevos a veces. Y en otras partes nos daban, no jamón, si no huesos de jamón, lo cual no es lo mismo; medio queso, un puchero con miel, tres panes oscuros como mis botas, puñados de alberjones o lentejas; un codillo, medio cabrito, dos espinazos, algunas monedas de calderilla. En las tabernas ya se sabe: un frasco de aguardiente o una mediana cantimplora de vino blanco.
      Pronto se llenó el seno de ambos serones, y en una esquina hicimos un alto forzoso, mientras fueron llevadas las burras a descargar en casa del padre y volvieron de vacío para continuar con nuestra tarea. Al cabo de tres o cuatro viajes por el estilo llegó la noche, se acabó la póstula y acompañamos al padre cuaresmal a su alojamiento, en cuyo umbral nos despedimos de él con las mayores muestras de cortesía por ambas partes.
      Mohíno por demás regresaba yo a mi casa diciéndome. ¿Qué será lo que el padre hará con todo eso? ¿Se lo irá a comer? Si lo hace revienta. Entonces, como si hubiera adivinado mi curiosidad, se me acercó el alguacil y me dijo:
-        ¡Qué buena ha estado la póstula! Ya tiene el padre tela larga.
-        ¡Ya lo creo! – le contesté – Si se lo come todo…
-        No, señor: es para la tela.
-        Pero hombre, ¿qué tela es esa?
-        Una tela que mañana se comprará con el dinero que den por todo, para hacerle al padre camisas y calzones blancos.
-        Pero diga V.: ¿Se ha venido el padre al pueblo sin calzones blancos?
-        Yo no sé; pero es costumbre que lo que se saca de la póstula se venda mañana en la puerta de su casa, cosa por cosa, y con ello se compra de lienzo hilado y tejido en el pueblo cuantas varas quepan en el dinero recogido.
-        ¡Gracias a Dios que ya lo he comprendido todo! Hemos ido nosotros con el padre cuaresmal para estimular la piedad del vecindario, y el padre va a quedar surtido de esta hecha, al menos de ropa blanca, si no saca otra cosa de sus sermones.
-        ¡Que si quieres! ¡Eso no es más que una friolera! En buenos pesos duros le pagan al padre los sermones, y además comido y bebido toda la Cuaresma. Lo de la tela es un plus de campaña, como el que a mi me dieron algunas veces en el servicio del rey.
-        ¿Y todos los años es lo mismo?
-        Lo mismo.
-        Pero hombre, ¿no sería más decoroso hacer la póstula en dinero, dárselo al padre, y que él se comprara lo que más falta le hiciera?
-        No, señor, porque en dinero no se junta en el pueblo ni cien reales. La mayor parte de las mujeres que dan una libra de tocino, que vale siete, o un celemín de trigo, que vale tres, si dan dinero no pasan de cuatro o seis cuartos.
  Me quedé convencido, aunque por afán de replicar le dije:
-        Pues si el padre viene muchos años, en poco junta una tienda.
-        Es que a éste no le volvemos a llamar hasta que se calcula que la tela se ha roto. Llamamos a otros y van alternando.


      A semejante abrumadora lógica nada tuve que contestar, pero el alguacil, que tenía ganas de conversación, siguió diciéndome:
-        La póstula de este año ha sido buena porque el campo se presenta bien, porque anteayer se le dio una paliza al comisionado de apremio que mandaron de Córdoba , y porque el padre ha dado gusto.
-        ¿Cómo gusto?
-        Porque ha hecho llorar a todas las mujeres y a muchísimos hombres.
-        ¡Vaya un gusto!
-        Si señor; y ha arreglado dos docenas de matrimonios mal avenidos, convenciendo a los maridos de que no deben reparar en pequeñeces.
-        ¡Ah! Si, como en la corte. Allí tampoco se repara en pequeñeces.
-        Y las mujeres…
-        ¿También convence a las mujeres?
-        Si señor: de que cuanto más tiempo están los hombres en la taberna, más libres están ellas en su casa para hacer su santísima voluntad. Y, luego ¡vaya un pico de oro! ¡Como relata lo de la Magdalena, cuando limpio del sudor y la sangre la cara del Señor, y de la Verónica, que derramó sobre los pies de Jesús ungüento, de modo que dicen que huele mucho, y se los secó con sus cabellos!
-        ¡Hombre! Eso no lo pudo decir el padre. Pasó todo lo contrario: la Verónica fue la que con el lienzo sacó estampada la efigie del Señor, y la magdalena la que en el cenáculo se presentó y ungió sus pies.
-        Tiene usted razón, eso fue lo que dijo. Sino que siempre que se habla del cenáculo me acuerdo de Judas. Si está usted aquí el Sábado Santo verá cómo le fusilamos.
-        ¡Pero hombre, si judas se ahorcó!
-        No le hace. Para judas no hay cuartel, ahorcado y todo, se le fusila.
-        Muy bien hecho.
  Llegamos a casa y me separé del alguacil.
      A los pocos días tuve que hacer mis visitas de despedida, Una de las de rigor era la del padre cuaresmal.
      Le recomendé que siguiera arreglando los muchos matrimonios desavenidos que aun había en el pueblo, y él me ofreció hacerlo con unción verdaderamente evangélica.
      Sobre un antiguo sofá que en la estancia ocupaba el principal testero se veian tres o cuatro rollos de lienzo blanco y prensado.
      Aquello era la tela del padre.

 AGUSTÍN GONZÁLEZ RUANO

       La prometida reseña biográfica sobre este literato cordobés, por laboriosidad y cuestiones de tiempo, queda pospuesta hasta nueva orden.


24 febrero 2012

LA TELA DEL PADRE


     Cuando me sumerjo en los fondos de las hemerotecas digitales, de las que suelo proveerme de noticias e informaciones relacionadas con la historia de las poblaciones y comarcas objeto de este espacio, de vez en cuando, sin querer queriendo, se tropieza uno con artículos literarios, que bien por su encabezamiento, ilustraciones o temática, distraen forzosamente la atención hacia contenidos completamente diferentes del objetivo marcado en principio.
     Ha sido precisamente la casualidad, unida a mi curiosidad innata, las que han derivado en el, para mí, “preciado hallazgo” de una especie de cuento o relato de corte costumbrista, de cuya autoría es responsable un poco conocido periodista y literato cordobés de la segunda mitad del siglo XIX. Su nombre don Agustín González Ruano, natural del pueblo cordobés de Montemayor.
      Está  ambientado en su villa natal, con él mismo como protagonista y testigo del hilo argumental. Incluye una atractiva semblanza geográfica-poética del paisaje de la campiña de Córdoba, en ese momento de explosión mágica de olores y colores que se da en nuestra tierra cuando la primavera hace acto de presencia, que además, transcurre en paralelo con esas festividades, entre religiosas y profanas, relacionadas con la Cuaresma: el carnaval, después del que se inicia, y la Semana Santa, que le pone broche definitivo.  
      Para la semblanza se aprovecha de ese privilegiado mirador, que es Montemayor, desde el que se divisa la mayor parte de la vasta y feraz campiña cordobesa. El verdadero interés de este artículo periodístico estriba en sus alusiones a determinadas costumbres populares, ya perdidas, relacionadas con la cuaresma,  que me  reservo de momento, para que sea el propio relato quien las desvele. De manera que, respetaremos también el halo de intriga que introduce su autor al publicarlo por entregas.


     Les dejo con la primera parte, que vio la luz en el semanario barcelonés “La Ilustración Ibérica” (Semanario científico, literario y artístico),  nº 462 (7 de noviembre de 1891).

La tela del padre

(Artículo de raras costumbres)

   - Señorito.
   - ¿Qué hay?
   - Este oficio que han traído para V.
   - ¿Un oficio? … Pues está bien. ¡Yo, que me he venido a pasar una temporada en este pueblo, que es, si no muy grande, uno de los más pintorescos de Andalucía, huyendo de informes, oficios y expedientes!
   - ¿Quien lo trae?
   - El alguacil.
   - ¡Cáscaras! Esta es más negra. Yo respeto mucho a la justicia; pero la verdad que siempre he procurado, y Dios me conservé en mi propósito, no tener relaciones con ella. En fin, veamos. Justo, un oficio del alcalde, que a la letra dice así:

   “Debiendo verificarse en la tarde del día de hoy la póstula para la tela del padre, espero que sirva V. concurrir a las Casas Consistoriales a las tres en punto. Dios, etc.”

   Si el oficio hubiera estado escrito en japonés creo que lo hubiera entendido mejor.
   Debiendo… ¡Eso que todos los oficios han de empezar por gerundio es una droga!
   Pero ¿qué póstula es esa, ni que tela, ni que padre, ni que falta hago yo para todo eso?
   En fin, vamos a obedecer a la autoridad local, no vaya a hacer conmigo una alcaldada. Quizá en el Ayuntamiento habrá quien me explique el enigma.
   Seguía yo a la sazón medio tendido en un sillón de los de entre catre y cama, junto a un ancho balcón de mi casa de Montemayor, desde donde se dominaba toda la espléndida campiña que se extiende entre este pueblo, y los de Espejo, Montilla, Castro del Río y gran parte del término de Córdoba. Al levante, y sobre la línea del horizonte sensible, se destacaba en la sierra el célebre santuario de la Virgen de Cabra; al sur se veían las grandes masas de olivar de Aguilar, de la Rambla y del mismo pueblo de Montemayor, que, como corriéndose, a poniente, medio ocultan el lindo pueblo de Fernán Núñez, con sus famosas estacadas de Valdeconejos y el monte de la Vieja; y al norte se dibujaba la cordillera de Sierra Morena, al cuyo pie se encuentra Córdoba, la sultana, la odalisca, o lo que se quiera, de las regiones de occidente.


   Por entonces los habares en flor enviaban al aire su perfume; los olivares se vestían de trama; pequeña flor blanca con estambres pajizos que modificaban de un modo notable el verde oscuro de las copas de los olivos; las amapolas desplegaban entre los trigos su manto de grana, y el aire tibio de la primavera saturaba los pulmones de oxígeno vivificador.
   La ribera de huertas que forman una especie de semicírculo de verdor alrededor del pueblo; más lejos las vegas del río Guadajoz, que se desliza hacia el Guadalquivir entre huertas, alamedas y cañaverales, ofrecían a mi vista un panorama delicioso: Más cerca, en el pueblo mismo, el castillo de los duques de Frías, con sus tres torres, perfectamente conservadas: la de las Palomas, o sea la del homenaje; la de las Armas y la Torre Mocha, llamada sin duda así porque carece de almenas y matacanes. Especie de bloque enorme de mampostería, que parece por su pesadumbre amenazar a los barrios del pueblo que se extienden a sus pies.


   Abandonar aquel magnífico espectáculo para ir a ver al alcalde y en busca de lo desconocido era toda una decepción; pero como de decepciones se compone la vida, no hubo más remedio que ponerse decentito y acudir a la cita.
    Cruzando las calles de la población, cubiertas por un pavimento completamente primitivo, que sin duda se sostiene tal cual es a ruego de toda clase de pedicuros y callistas, llegué al fin, sano y salvo, a la Casa Consistorial. No eran las tres todavía y ya la sala capitular contenía a todo lo más granado del sexo masculino del pueblo, con el vicario eclesiástico, el alcalde, el regidor síndico y otros tres o cuatro concejales.
   Al pie de los balcones del edificio estaba el alguacil teniendo de ronzal una burra aparejada, y sobre el aparejo un gran serón vacío; y con el alguacil estaba el pregonero con otra burra al lado, y ésta con otro serón semejante.
   Al cabo de poco rato se presento en el salón de sesiones el padre cuaresmal que venía predicando en la parroquia, no sólo todos los domingos de aquel tiempo santo, sino el devoto septenario de Dolores, así como los sermones de Pasión en la Iglesia y el llamado del Paso en la plaza pública.
  Ya encontré descifrada la personalidad del padre, pero aún no sabía yo una jota ni de póstula ni de tela.
   Cambiados los saludos de rúbrica con la mayor cordialidad, salimos todos del Ayuntamiento procesionalmente.

(Se continuará)                                                                          
AGUSTÍN GONZÁLEZ RUANO 


     La segunda parte, nos permitirá desentrañar esas interrogantes que afectan a la curiosidad del propio autor, la misteriosa póstula y la enigmática tela, que junto a una pequeña reseña biográfica de este periodista y literato cordobés, posponemos hasta una próxima entrada.

Leer 2ª parte (conclusión)