La publicación
reciente en el blog de un amigo castreño de un artículo dedicado a enaltecer la
excelencia de la tradicional producción de granadas de las huertas del valle
del Guadajoz, además de, para recordarme esa peculiar manera de extraer su jugo
(bota) y de ilustrarme sobre sus
diferentes variedades, me ha traído a la memoria una anécdota o chascarrillo
perteneciente a la tradición oral de mi pueblo (Porcuna), en el que las
granadas adquieren especial protagonismo.
Un
labrador de Porcuna, hallábase especialmente preocupado por la cantidad de pan,
a su juicio desproporcionada, que consumían los acomodaos, gañanes y demás
personal que residía y trabajaba a su servicio en el cortijo, y de cuya
alimentación era responsable según usos y costumbres de la época.
En la feria y mercado agrícola-ganadero de San
Miguel, en el vecino pueblo de Cañete de las Torres, creyó encontrar la
solución a su inquietud. Pactó con un hortelano de Castro del Río la compra
venta de una partida de este sabroso fruto, que desgranado, tan bien acompaña a
las migas de pan (cuyo consumo se generaliza a partir de esta fecha una vez
superado el largo estío) y que por tratarse de un producto de temporada, era
siempre bien acogido entre los comensales cortijeros. Su racanería le llevo a cerrar
una operación mixta, dos terceras partes de género de ínfima calidad (agria,
fuerte y más bien seca) y una de la denominada azucarí (dulce y jugosa).

Para que
le salieran aún más baratas, hasta se comprometió a retirarlas en origen. De
ahí que, de mañana temprano, encima de un carretón tirado por una yegua vieja,
por el camino de Castro, tomaba rumbo en busca de esa salvadora y deseada
mercancía, cuyo advenimiento había sido anunciado, a bombo y platillo, entre
los cortijeros. El hortelano castreño, agradecido por la generosa y cuantiosa
compra de este porcunero, que le permitía deshacerse de una producción cuyo
destino más probable hubieran sido porquerizas, tuvo el gesto galante de invitarle
a almorzar (aceite y vinagre según crónica imaginaria).
Ese
mismo día, a la caída de la tarde, envasada en grandes esportones, la mercancía
llegaría a manos y boca de sus destinatarios.
A
los pocos días, tocaba hacer las oportunas comprobaciones en cuanto a consumo
de hogaza, y personado en el cortijo, se dirigió a uno de los operarios más
guasones y reivindicativos, preguntándole:
-
¿Qué Manuel? ¿Cómo están esas granás?
-
Algunas amargan y están un
poquillo fuertes, pero usted no se preocupe, que más pan se le mete.
Refranero:
“El dinero del mezquino anda dos veces el
camino”.
Dejando de
lado el género chascarrillero, del que me he servido para introducirnos en
materia, nos ocuparnos de “la hatería”,
un tipo de retribución en especie muy común entre los trabajadores agrícolas de
nuestra geografía, hasta hace relativamente poco tiempo, y que desaparece a la par
que se generaliza el uso del motor en el campo y los vehículos automóviles, cuando deja de ser precisa
la permanencia de los jornaleros durante largas temporadas en los cortijos para
efectuar las correspondientes labores de temporada, así como la del personal destinado al cuidado del ganado de sangre.
Hasta entonces, en las bases de trabajo,
pactadas o impuestas, se establecía la diferencia remunerativa entre el “jornal
a seco” (retribución exclusiva en metálico) y el jornal “con hatería o
mantenio” a cuyo importe ordinario se le restaba una cantidad estipulada o
impuesta, que el patrono se reservaba para suministrar de su cuenta los
alimentos necesarios para sus asalariados durante las viajadas agrícolas. El
primer tipo, era norma común para las tierras del ruedo, cuya proximidad al
casco urbano permitía al jornalero pernoctar y cenar en su propio domicilio y
aportar se su propio peculio el hato para el almuerzo, mientras que en las
tierras acortijadas se impone tradicionalmente el segundo modelo. La costumbre
suele ir acompañada de la tradicional queja del jornalero sobre la calidad y cantidad
del condumio aportado por el patrón o señorito.
Hasta principios de siglo XX, en que los
obreros agrícolas se empiezan a organizar en torno a sociedades de resistencia,
la hatería quedaba a merced de la bonhomía del encargado de suministrarla. Durante aquellos primeros envites huelguísticos, que tuvieron
lugar en el año de 1903 en la provincia de Córdoba, recogidos por Juan Díaz del
Moral en su famosa monografía, las demandas obreras se centran mayormente en la
supresión del destajo, aumentos salariales y reducción de jornada. No me consta
que el tema de la alimentación estuviese recogido en las bases como punto
esencial de desencuentro, aunque intuyo que debió también estar presente.
Únicamente, en el marco de Jerez de la
Frontera, cuyas sociedades obreras ya estaban revestidas de un importante
historial reivindicativo y de lucha desde atrás, en la huelga de siega de ese
mismo año de 1903, que coincide cronológicamente con la protagonizada en Castro
del Río por la sociedad obrera Luz del Porvenir, en las bases alternativas
presentadas se rechaza abiertamente la manutención del obrero por cuenta del
patrono, apostando por el jornal a seco, aunque exigiendo que se pusiera a
disposición de las cuadrillas de segadores un costero o aguador, para acarrear
desde el cortijo al tajo el agua, los alimentos y los utensilios necesarios
para prepararlos.
El propio notario e historiador de
Bujalance, en su Historia de la Agitaciones Campesinas Andaluzas, se hace eco
de ciertas modificaciones experimentadas en la campiña de Córdoba en el tema
alimentario después de aquellas primeras demostraciones de fuerza
protagonizadas por los jornaleros agrícolas asociados:
“De ésta época data la costumbre
de Castro, Fernán Núñez y otros pueblos de dar a los campesinos un frito por la
mañana. Entonces también aumentó la ración de tocino, mejoró la calidad del pan
y del aceite y se redujo la tarea de los ereros de tres carretadas a dos y
media, y más tarde a dos”.
Aunque la patronal, desde la prensa
conservadora, justo inmediatamente después de aquella oleada de huelgas
generalizadas, se desmarcaba de esa
presunta racanería que les atribuían los órganos de prensa antidinásticos. El Diario de Córdoba reproduce un artículo de Manuel Carretero, redactor de El
Globo, en el que en base a las entrevistas realizadas a patronos cordobeses, saca sus propias impresiones sobre aquella preocupante cuestión social:
 |
Diario de Córdoba 30 de julio de 1903 |
La obra
de Díaz del Moral, testigo de excepción de aquellas conflictivas tesituras socio
laborales (1903 y trienio 1918-1920), no parece ratificar esas aseveraciones
patronales. Menciona la costumbre, muy extendida
entre los labradores de la campiña cordobesa, de proporcionar a los cortijeros
el peor aceite y el mejor vinagre, con vistas a evitar consumos excesivos e inapropiados
para sus intereses.
Otro analista social, Pascual Carrión, en
un artículo publicado en El Sol en mayo de 1919, ya en pleno trienio bolchevista,
nos informa sobre como aquellas mejoras de principios de siglo en materia
alimenticia habían desaparecido:
“La comida del gañan está constituida básicamente
por el gazpacho (pan con agua, aceite, ajos y vinagre) y un guiso de garbanzos
por la noche”.
Una versión invernal del gazpacho o gazpachuelo, que se elabora con los mismos ingredientes, es una especie de sopa de pan y ajo conocida en algunas comarcas como maimones.
Una vez proclamada la II Republica, tras
una larga travesía de desamparo para el jornalero durante la Dictadura de Primo de Rivera, junto al proyecto de Reforma Agraria nace
una nueva legislación laboral que contempla la creación de los denominados
Jurados Mixtos de Trabajo Rural, como encargados de velar por su cumplimiento.
El jornal a seco seguirá conviviendo con la hatería, pero se convierte en
opcional:

El obstruccionismo
de la patronal agraria a esta nueva legislación, que consideraron lesiva desde
un principio, seguirá generando problemas en lo referente a la calidad de los
alimentos proporcionados al jornalero mantenido. La prensa socialista provincial
recoge la denuncia formulada por la Sociedad de Trabajadores de la Tierra de
Espejo (UGT) sobre ciertos abusos por parte de algún patrono especialmente
reacio a aceptar la normativa:
 |
El Sur , 29 de noviembre de 1932 |
Los vaivenes
políticos del periodo republicano, además de paralizar y casi hacer inviable la
proyectada y deseada Reforma Agraria, provocaron en muchas ocasiones que la ley se convirtiera en papel mojado. Las frecuentes
crisis de trabajo, con la consecuente pauperización del proletariado agrícola, fueron
debilitando las conciencias proletarias, y se volvió a implorar al patrón el
mantenimiento.
Un testimonio oral, obtenido de la misma
persona de la que me serví para elaborar la entrada sobre los carnavales en Castro del Río durante la Segunda Republica, pone en boca de uno de los lideres
más veteranos y carismáticos del anarcosindicalismo castreño, José Dios Criado,
las siguientes palabras, pronunciadas durante un mitin celebrado durante una de
las numerosas huelgas del periodo:
“Todavía hay quien le dice al burgués: ¡Es
menester que nos mantenga, señor! ¡Pero para que queremos que se nos mantenga! Para
que nos echen en la olla el tocino hediondo y los garbanzos que se cuelan por la
criba”.
Este elemental argumento, era más que suficiente para sacar de su apatía y envalentonar a los más amilanados a la hora de secundar los conflictos.