Cuando me sumerjo en los fondos de las hemerotecas digitales, de las que suelo proveerme de
noticias e informaciones relacionadas con la historia de las poblaciones y comarcas objeto de
este espacio, de vez en cuando, sin querer queriendo, se tropieza uno con
artículos literarios, que bien por su encabezamiento, ilustraciones o temática,
distraen forzosamente la atención hacia contenidos completamente diferentes del
objetivo marcado en principio.
Ha sido precisamente la casualidad, unida a mi
curiosidad innata, las que han derivado en el, para mí, “preciado hallazgo” de una especie de cuento o relato de corte
costumbrista, de cuya autoría es responsable un poco conocido periodista y
literato cordobés de la segunda mitad del siglo XIX. Su nombre don Agustín
González Ruano, natural del pueblo cordobés de Montemayor.
Está ambientado en su villa natal, con él mismo como protagonista y testigo del hilo argumental. Incluye una atractiva semblanza
geográfica-poética del paisaje de la campiña de Córdoba, en ese momento de explosión
mágica de olores y colores que se da en nuestra tierra cuando la primavera hace
acto de presencia, que además, transcurre en paralelo con esas festividades,
entre religiosas y profanas, relacionadas con la Cuaresma: el carnaval, después
del que se inicia, y la Semana Santa, que le pone broche definitivo.
Para
la semblanza se aprovecha de ese privilegiado mirador, que es Montemayor, desde
el que se divisa la mayor parte de la vasta y feraz campiña cordobesa. El verdadero
interés de este artículo periodístico estriba en sus alusiones a determinadas
costumbres populares, ya perdidas, relacionadas con la cuaresma, que me reservo de momento, para que sea el propio
relato quien las desvele. De manera que, respetaremos también el halo de
intriga que introduce su autor al publicarlo por entregas.
Les dejo
con la primera parte, que vio la luz en el semanario barcelonés “La Ilustración Ibérica” (Semanario científico, literario y artístico), nº 462
(7 de noviembre de 1891).
La tela del padre
(Artículo de raras costumbres)
- Señorito.
- ¿Qué hay?
- Este oficio que han traído para V.
- ¿Un oficio? … Pues está bien. ¡Yo, que me
he venido a pasar una temporada en este pueblo, que es, si no muy grande, uno de
los más pintorescos de Andalucía, huyendo de informes, oficios y expedientes!
- ¿Quien lo trae?
- El alguacil.
- ¡Cáscaras! Esta es más negra. Yo respeto
mucho a la justicia; pero la verdad que siempre he procurado, y Dios me
conservé en mi propósito, no tener relaciones con ella. En fin, veamos. Justo, un oficio del alcalde, que a la letra dice así:
“Debiendo
verificarse en la tarde del día de hoy la póstula para la tela del padre,
espero que sirva V. concurrir a las Casas Consistoriales a las tres en punto.
Dios, etc.”
Si el oficio hubiera estado escrito en
japonés creo que lo hubiera entendido mejor.
Debiendo… ¡Eso que todos los oficios han de
empezar por gerundio es una droga!
Pero ¿qué póstula es esa, ni que tela, ni
que padre, ni que falta hago yo para todo eso?
En fin, vamos a obedecer a la autoridad
local, no vaya a hacer conmigo una alcaldada. Quizá en el Ayuntamiento habrá
quien me explique el enigma.
Seguía yo a la sazón medio tendido en un
sillón de los de entre catre y cama, junto a un ancho balcón de mi casa de
Montemayor, desde donde se dominaba toda la espléndida campiña que se extiende
entre este pueblo, y los de Espejo, Montilla, Castro del Río y gran parte del
término de Córdoba. Al levante, y sobre la línea del horizonte sensible, se
destacaba en la sierra el célebre santuario de la Virgen de Cabra; al sur se
veían las grandes masas de olivar de Aguilar, de la Rambla y del mismo pueblo
de Montemayor, que, como corriéndose, a poniente, medio ocultan el lindo pueblo
de Fernán Núñez, con sus famosas estacadas de Valdeconejos y el monte de la
Vieja; y al norte se dibujaba la cordillera de Sierra Morena, al cuyo pie se
encuentra Córdoba, la sultana, la odalisca, o lo que se quiera, de las regiones
de occidente.
Por entonces los habares en flor enviaban al
aire su perfume; los olivares se vestían de trama; pequeña flor blanca con
estambres pajizos que modificaban de un modo notable el verde oscuro de las
copas de los olivos; las amapolas desplegaban entre los trigos su manto de
grana, y el aire tibio de la primavera saturaba los pulmones de oxígeno
vivificador.
La ribera de huertas que forman una especie
de semicírculo de verdor alrededor del pueblo; más lejos las vegas del río
Guadajoz, que se desliza hacia el Guadalquivir entre huertas, alamedas y
cañaverales, ofrecían a mi vista un panorama delicioso: Más cerca, en el pueblo
mismo, el castillo de los duques de Frías, con sus tres torres, perfectamente
conservadas: la de las Palomas, o sea la del homenaje; la de las Armas y la
Torre Mocha, llamada sin duda así porque carece de almenas y matacanes. Especie
de bloque enorme de mampostería, que parece por su pesadumbre amenazar a los
barrios del pueblo que se extienden a sus pies.
Abandonar aquel magnífico espectáculo para
ir a ver al alcalde y en busca de lo desconocido era toda una decepción; pero
como de decepciones se compone la vida, no hubo más remedio que ponerse
decentito y acudir a la cita.
Cruzando las calles de la población,
cubiertas por un pavimento completamente primitivo, que sin duda se sostiene
tal cual es a ruego de toda clase de pedicuros y callistas, llegué al fin, sano
y salvo, a la Casa Consistorial. No eran las tres todavía y ya la sala
capitular contenía a todo lo más granado del sexo masculino del pueblo, con el
vicario eclesiástico, el alcalde, el regidor síndico y otros tres o cuatro
concejales.
Al pie de los balcones del edificio estaba
el alguacil teniendo de ronzal una burra aparejada, y sobre el aparejo un gran
serón vacío; y con el alguacil estaba el pregonero con otra burra al lado, y
ésta con otro serón semejante.
Al cabo de poco rato se presento en el salón
de sesiones el padre cuaresmal que venía predicando en la parroquia, no sólo
todos los domingos de aquel tiempo santo, sino el devoto septenario de Dolores,
así como los sermones de Pasión en la
Iglesia y el llamado del Paso en la
plaza pública.
Ya encontré descifrada la personalidad del
padre, pero aún no sabía yo una jota ni de póstula ni de tela.
Cambiados los saludos de rúbrica con la
mayor cordialidad, salimos todos del Ayuntamiento procesionalmente.
(Se
continuará)
AGUSTÍN
GONZÁLEZ RUANO
La
segunda parte, nos permitirá desentrañar esas interrogantes que afectan a
la curiosidad del propio autor, la misteriosa póstula y la enigmática
tela, que junto a una pequeña reseña biográfica de este periodista y literato
cordobés, posponemos hasta una próxima entrada.
Leer 2ª parte (conclusión)
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