Este apodo se lo encasquetó, con mucho acierto, su
señor padre, asimilándola a las potestades de las que disfrutaba la madre
priora de un convento de monjas.
Desde muy jovencita le gustaba ya organizar y
dirigir. Con el tiempo, sería ella quien llevara las riendas del pequeño taller
de costura que, junto a su madre, hermana y alguna que otra operaria de
temporada, montaron en su propia casa. Era ella quien se encargaba de repartir
el trabajo y asignar las tareas domésticas, motivo por el que discutía
frecuentemente con su madre. Al ser la mayor, se creía con derecho de disponer
sobre todo lo relativo a sus hermanos,
convencida siempre de llevar la razón y de que sus decisiones eran las más
convenientes para todos. A su propia hermana, cuando se puso novia y casadera, le buscó trabajó en el prestigioso
taller de Doña María, que al poco la
nombró primera oficiala y persona de confianza. Este hecho, valiéndose de sus
relaciones con la notable clientela femenina para la que cosía, supo aprovecharlo para conseguir también un buen
empleo a su novio, en la naciente fábrica de papel de la celulosa.
Cuando le llegó la hora de trabajar al más
pequeño de la casa, se negó en rotundo a que siguiera el oficio que su padre
desempeñaba: “El niño no será albañil,
será mecánico”. Su testarudez se tradujo pronto en su ingreso como aprendiz
en un taller de cerrajería, convirtiéndose con el tiempo en un buen profesional
de este ramo industrial.
Su padre,
hombre liberal y condescendiente, confiaba plenamente en el atino de su “mapriora”, y la dejaba hacer y
deshacer a su antojo. Las pocas veces en que se le contrariaba entonaba una
famosa frase, que en su boca se haría célebre: “En mí no manda nadie”.
Para
muestra un botón. Allá por los años cincuenta, cuando sólo tendría 18 o 20
años, a pesar del tan temido “qué dirán”
pueblerino, salvando la contrariedad de su propia madre, con el traje de
marinero que le había regalado su novio, al terminar el servicio militar, se
confeccionó un conjunto de pantalón blanco y camisa que imitaba a aquellos que
lucían las famosas actrices de la época. Adornada con un pañuelo al cuello,
unas gafas de sol y su melenita al viento, completó su hazaña paseándose
descalza por la playa con el pantalón remangado, lo mismo que hacían aquellas primeras
turistas extranjeras que aterrizaban por la costa granadina.
Esa foto
en la que aparece con pose de modelo, es la demostración palpable de que era
capaz de conseguir aquello que se proponía.
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Motril: Vista parcial del puerto (años 60) |
Fueron pasando los años manteniendo ese
carácter poderoso: “nunca nadie mando en
ella”.
Llegada la
vejez, en su vida se ha cruzado sin avisar el “Señor Alzheimer” que poco a poco le ha ido arrebatando su
potestad. En un principio se revelaba y le costaba trabajo aceptar directrices
ajenas. A medida que su enfermedad se fue acentuando ha perdido capacidad para
decidir, opinar e incluso pensar, quedando anulada prácticamente su voluntad.
Si este
indeseable Señor le hubiera puesto sobre aviso de tal situación, se habría
reído en su propia cara, no sin antes contestarle con su característico: “en mi no hay quién mande”.
Rosa Campoy (cuidadora e hija de "la mapriora")
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