Entre un lote de libros digitales conseguido a través
de un compañero de trabajo me llamó la
atención el titulado “Tierra de olivos” del que es autor un para mí hasta ahora
desconocido escritor madrileño llamado Antonio Ferres, encuadrado dentro
de la generación del 50 y adscrito a un género literario bautizado en su día como realismo social. Fue publicado en la "Biblioteca Breve" de la editorial Seix Barral de
Barcelona en el año 1964. Recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a
la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo,
con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente
como para afirmarse su singularidad:
“Ferres ha conseguido en esta obra
integrarse en el mundo descrito como un personaje natural. Muy distinto del
literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes.
Los campos de los pueblos de Córdoba y Jaén, las gentes de una de las zonas más
ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se reproducen
ante el lector de una manera totalmente espontanea, con el mínimo de artificio que
necesita una crónica conmovida”.
(De la crítica publicada en La Vanguardia de 29
de julio de 1964)
“La lectura del bello libro de viajes Tierra
de olivos deja en el lector una grata impresión. Se alternan aquí las descripciones de los distintos pueblos andaluces a los que
llega “el viajante” con las múltiples conversaciones que el mismo mantiene con los diferentes contertulios y en las que se refleja la dureza de la vida de
los jornaleros del olivar, un mundo rural donde la Historia parece haberse
detenido y cuya rutina sólo se altera con la marcha de los emigrantes que
esperan así romper con un ciclo maldito. A su vez la narración se complementa
con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan
los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose
de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de
manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos”.
(De la crítica publicada en El Cultural tras ser
reeditada la obra en el año 2004)
El periplo viajero real, que sirvió de inspiración a Ferres a la hora de hilvanar la
narración, ateniéndonos a referencias temporales que asoman en la escala que el protagonista (un viajante
comercial de limpiametales y otros productos de droguería) realiza en la villa cordobesa de Castro del Río durante las
fiestas de Carnaval, es forzosamente anterior a la famosa riada que asoló la
población en febrero del año 1963: ¡Ya
verás el día que al río se le jinchen las narices!
Seguimos, mientras los muleros sujetan a las caballerías de
los ronzales. Luego de los olivos hay trigales y un amplio cebadal de un verde
claro y nuevo, brillante. Planea una cigüeña sobre los charcos de una
hondonada. Cruzamos Baena, sin detenernos, y enseguida llegamos a la vista del
río Guadajoz, que por esta parte parece río muy caudaloso. La carretera bordea
un rato la orilla izquierda y, enseguida, llega el automóvil a Castro del Río.
Don Mariano se espabila conforme entramos en el pueblo.
Es un pueblo
también blanco, de aire más campesino que los pueblos donde sólo hay olivar.
Está cayendo la tarde y, a la hora que es, transita mucho mocerío por la calle
principal. Hombres con blusa, chicos con la camisa remangada y muchachas con
trajes de colores chillones se vuelven para mirar el coche cubierto de polvo.
Delante de la fonda hay un corro de niñas y algún que otro chiquillo. Hacen
palmas y cantan o se agarran de las manos y dan vueltas.
¡Carnaval!
¡Carnaval!
Vengo de mi melonar,
traigo
melones maduros
y asandías colorás.
Las mozuelas,
cuando cantan, tienen un gesto pícaro en la cara. Una pareja - un niño chico y
una moza de pechos grandes-, sale, cogidos de la mano, al centro del corro.
-Los pueblos de
trigo tienen otra alegría.
-Este término da
también algodón y mucho tabaco. La cosecha de tabaco llega a valer más de
cuatro millones de pesetas, aunque no por eso deja de haber olivar, comenta
Quesada.
Entramos en la
fonda, que es grande y nueva. En el rótulo que hay a la puerta pone: «Hotel
Español». Tiene un vestíbulo blanco, con el suelo de mármol blanquísimo y las
paredes enjalbegadas hasta cegar. La claridad cae por todas partes, desde las
cristaleras, el portalón y el patio. Hay tiestos y mecedoras, colocados sin
orden ni concierto, como si en el hotel acabaran de fregar el piso. En el patinillo que sirve de paso para
llegar al retrete crece un naranjo enorme, con las ramas altas, desparramadas,
tapando hasta las ventanas del segundo piso y el tejado.
-Me da pena seguir
para Córdoba. Aquí se está bien, hasta las habitaciones tienen un grifo de agua
corriente y un cubo debajo del agujero del desagüe.
Salimos, los tres
juntos, a la calle. Hay grupos de campesinos
a las puertas de las tabernas. Hombres callados, quietos, con las manos
a la espalda y la mirada distraída.
-Verá usted...
siempre parece que vaya a pasar algo, con tanta gente en las calles. Antes se
lo refería al compañero...
-Es que hoy es
sábado -dice don Mariano-. Pero si bien se mira, y puede que tenga razón, a
veces parece que fuera a ocurrir algo, como si todo estuviera en un trance y la
gente esperando Dios sabe qué.
Nos quedamos
callados, mirando a la leve costanilla, barruntando el campo. Pienso que -a lo
mejor- es menester haber pasado tiempo solo, en la misma soledad que cada uno
de nosotros, los viajantes, por estos pueblos y estos campos de Dios, para
darse cuenta. Muchas veces he pensado que en cualquier momento vaya a pasar
algo importante. Recuerdo que, en ocasiones, en otros viajes, cuando me
dedicaba a vender quincalla o cosas de poca monta, me quedaba mirando y me
asaltaba la inquietud. Tenía la misma impresión.
Era sábado -lo
recuerdo bien- en plena recolección de la aceituna, y las barberías y las
tabernas estaban llenas, y las caras de los hombres se asomaban desganadamente
a las puertas, mientras escuchábamos arrastrarse los pasos en medio del
silencio.
-Para chasco bueno -dice don .Mariano-, el
que me llevé yo la primera vez que caí por una de estas plazas de Andalucía y
vi a los grupos de hombres que estaban esperando a que los contrataran para
trabajar. Me creí que era una manifestación.
Quesada se vuelve
todavía para mirar a los hombres quietos a la puerta de las tabernas. En lo
alto de la calle hay una posible plaza. Dos calles -una a más nivel que la
otra- dejan en medio al edificio de un mercado, construido en 1925, según se
lee en la puerta, con balaustradas que asoman sobre la calle de nivel más bajo.
Arranca el coche de
Quesada. Don Mariano y yo le despedimos agitando las manos. Bajamos hacia el centro
del pueblo. Vamos despacio, y mi compañero separa y se echa éter en la garganta
con el pulverizador. Como las confiterías y las tiendas de caramelos están abiertas
hasta tarde, don Mariano entra y sale. Le espero entre el mocerío que va y
viene por la calle principal. Los hombres han quedado en grupos, a la puerta de
las tabernas o sentados en los casinos. Hay dos casinos: uno que es café
público y el otro, poco más allá de la calle, que parece el de la gente rica.
Los muchachos y las muchachas llenan las aceras y la calzada, pasan corriendo y
se echan papelillos de confeti. Por lo general los chicos van en grupos, separados
de las muchachas. Tres niñas morenitas vienen con prisa, oscilándoles, colgadas
de la muñeca, las bolsas de confeti.
-Voy a echarle
picadillo -dice una, medio avergonzada, acercándose a mí. Unas mozas que pasean
por la otra acera estallan a reír cuando me ven cubierto de papelillos rojos y
azules.
Pasados los
casinos hay una pequeña capilla, con dos palmeras enanas, una a cada lado de la
puerta. En el muro pone: «Iglesia de la Madre de Dios». Sobre la puerta hay un
reloj de sol; y, más abajo, un reloj de esfera grande, que se ilumina al poco
rato. Oscurece, y aumenta el bullicio en el paseo.
Tuerzo por una
calle a ras del mercadillo, que pasa por delante del Juzgado Comarcal. Hay una
calleja que se llama del Rincón, e intento dar la vuelta por ella. Una mujer
con los ojos grandes y redondos como platos me mira.
-Por aquí no puede
salir.
-¿Por dónde puedo?
-Por donde ha
venido usté.
Vuelvo hacia la
puerta de la taberna. Canta alguien. Sale el cante hondo a la calle. Un tipo
cetrino toca la guitarra. Miro a los hombres indiferentes que hay a la puerta y
me abro paso para entrar. Los hombres se ladean, apenas se vuelven, siguen
quietos, como si no fuera con ellos.
-¿Qué va a tomar?
-Vino.
Los que están a la
puerta tienen los vasos en la mano, y miran a lo hondo de la calle. Corren
chiquillos que siguen tirando al aire papelillos de confeti. Junto a la fonda
las niñas cantan. Las mozas que pasan tienen la mirada pícara y alegre, vuelven
la cabeza a un lado y a otro. Se ríen. A lo lejos, se oye el soniquete:
¡Carnaval!
¡Carnaval!
Vengo de mi melonar,
traigo melones maduros
y asandías colorás.
-No hay quien pueda con la
juventú -dice un tipo medio albino, aunque quemado por el sol, cubierto de
pecas y con las cejas blancas-. Vamos a tener jolgorio este Carnaval; a pesar
de todas las prohibiciones, por ahí arriba iban unos niños disfrazaos.
-Mire señala el tabernero
hacia el comienzo de la calle-. Miren ese grupo de mozas jugando a los búcaros.
Atendiendo a la
indicación del hombre, vuelvo la cabeza. Doy unos pasos, con el vasito de vino
en la mano, hasta acercarme al corro. Son ocho muchachas, que tiran al alto,
echándoselo de unas a otras, un jarrón de barro. Una lo coge al vuelo y vuelve
a tirárselo a otra moza. Luego, el jarrón se cae y se rompe contra el suelo, en
mil pedazos. Se arma mucha algarabía. Gritan y ríen las muchachas.
A la que se le rompe,
pierde -dice un campesino.
¿Y qué pierde?
La cabrean las
otras -dice un chico que hay detrás-. También jugamos los mozos.
Pago mi vino.
Regreso hacia el centro del pueblo, por encontrarme con don Mariano. En la
misma esquina, entre el grupo de gentes que miran a las mozas del búcaro, veo a
la muchacha del coche de Priego, la que sufría los requiebros del viajante de
dentaduras postizas. Viste la chica la misma ropa que llevaba en el autobús. A
su vera hay un hombre mayor, grueso, con sombrero verde. La chica y yo cruzamos
un segundo las miradas. Noto que sonríe, de perfil, huyéndome los ojos. Espero
un rato, por ver hacia dónde tiran la muchacha morena y el hombre de sombrero
verde. Echo a andar detrás de ellos, lejos, por la otra acera. Sin querer asomo
a la calle cerrada, donde hace un rato me tropecé con aquella mujer que me dijo
que la calleja no tenía salida.
Vuelvo hacia el
bullicio del paseo, entre los grupos de jóvenes, las caras arreboladas, los
gritos de las niñas que corretean. Jadeando, apoyado en el mostrador del café,
está don Mariano. Le acompaña un hombre cincuentón, de cara flaca y frente
surcada de arrugas, que resulta ser el dueño de una tienda de las que he de
visitar en Castro. El hombre se llama Aguilera y cuando se entera de que
represento el limpiametales me hace un pedido.
-No es presunción,
puede usté preguntarle a cualquiera... Con lo que yo le encargue hace usté el
agosto, a ver si hay algún descuento de la casa.
¿Sabe de algún
otro comercio que pediría alguna de las cosas que traigo?
-Los demás poco
van a encargarle de seguro.
Yo, por el
contrario, todavía tengo que dar muchas vueltas por el pueblo mañana domingo
-dice don Mariano, tomando aliento.
¿Irá esté a
Montilla?
-Creo que sí. -Me
fijo en la cara de suficiencia que pone el tendero-. No conozco la plaza. ¿Qué
tal es?
-Mejor que todo
esto. Hay buenas fábricas de vino.
Don Mariano y yo
hacemos el camino hacia la fonda, despacio, deteniéndonos cada dos pasos.
-Me da envidia de
ustedes porque son jóvenes y se interesan. Cuando yo tuve que lanzarme a este
puñetero oficio de viajar, no tenía otro interés que arañar una perra aquí y
otra más lejos. Ni para leer el periódico he tenido un respiro.
-Nos pasa a todos
los que tenemos que ganar el pan.
Con estas y otras historias llegamos a lo alto de la calle.
Miro a la casa en la que he visto entrar a la chica del coche de Priego, y le
refiero a don Mariano mi encuentro con la muchacha.
-Ah, sí. Debe de
ser la sobrina de un tal don Bartolomé: uno que tiene muy buenas tierras. Ligar
con ella le va a costar a usted dar más vueltas que un peón, y perder un montón
de días en este pueblo, si es que conseguía ligar...
Tres mozos van gritando
por la calle, echándose un botijo al aire, sin perder el paso. Lo coge al vuelo
el que marcha delantero. Hace un regate y se lo tira al otro, que es un tipo
mofletudo, bajo. El cacharro se le rompe contra la cara. Cae el botijo al suelo
hecho pedazos.
Me has hecho
sangre. ¡Me caguen...!
Tiene las manos
abiertas, manchadas, y le chorrea la sangre por la cara.
Es noche tibia. Ya
brotará el azahar en los naranjos por la Andalucía baja, por Sevilla y por la
costa. Desde que he vuelto a Andalucía, no me encuentro a gusto más que cuando
atravieso sus campos. En las villas y en los pueblos grandes me siento un
extraño, más forastero que cualquiera.
El domingo por la
mañana ya estoy deseando irme, pero el coche de línea no sale hasta pasado el
mediodía.
-Con las cosas que
hemos hablado en estos días que hemos pasado juntos, se me hace raro que se
marche -dice don Mariano. Se apoya en mi hombro y mira a la leve pendiente. Va
en vilo por los adoquines redondos de la calle.
-Hemos charlado mucho,
aunque nadie lo diría -sonrío-. Y algún día nos reuniremos para contarlo.
-Pocos faltaremos a
esa cita, si antes no se han llevado a uno con los pies para alante -jadea y
vuelve la vista hacia otro lado.
Es buen pueblo
Montilla, ¿no?
Vaya... Es un
pueblo con fábricas de vino. No viene mal el vino para ahogar la pena -medio
bromea, como si le costara trabajo-. Suba Guadalquivir arriba o baje
Guadalquivir abajo, siempre encontrará problemas.
Llegamos despacio.
En el mercado, aunque es festivo, entre las balaustradas de cemento, se ven
cruzar las faldas de colores chillones de las mujeres. Hace aire. Miro
distraídamente, y me parece -otra vez- que no sé, a ciencia cierta, qué rumbo
tomar.
-Tengo que hacer
muchas visitas. Mejor es que nos despidamos ya. ¿Le parece que entremos aquí a
beber las últimas?
-Bueno.
De nuevo están los
hombres parados a la puerta de la taberna, con las manos a la espalda, las
palmas blancas hacia fuera. Guardan el mismo silencio, y nos miran con caras de
ajo a los viajantes.
-Ésos también
acudirán a la cita que imagina el amigo Quesada.
Es lo que importa.
¿A qué hora dice que sale mi coche?
-A las dos. Puede
comer tranquilamente, y hasta tomar café.
-No hay peligro por ahora...
-Sonríe y mueve con aire resignado la cabeza, mientras se busca el pulverizador-.
Yo desde luego llegaré más tarde a comer, cuando usted esté ya camino de
Montilla.
De verdad que hay
buen mocerío -digo, mirando de lejos a dos muchachas que pasan cogidas de la
mano.
-Usted está
encandilao desde que vio anoche otra vez a esa cordobesa que iba en el coche de
Priego. Me di cuenta que no hacía usted más que mirar a la puerta de su casa.
-Estas copas las
pago yo.
-Tengo mucha prisa,
compañero. Vuelve a tocarme el hombro con su mano temblona-. Con una cordobesa
así estuve yo también en un tris de encandilarme y mandarlo todo a rodar, pero
eso no viene al caso... Luego me dijeron que la habían visto haciendo la
carrera, entregándose por dos duros en Córdoba, por donde está el puente
romano.
Cuando me quedo
solo, tengo la cabeza y el cuerpo calientes de vino. Por las calles del pueblo
pasan los burros de los aguadores, cargados de cántaras de barro, coloradas o
blancas. Sigo por una calle abajo, que se llama del Regimiento de Cádiz, una
cuesta que llega hasta el río Guadajoz. Pasa la calle debajo de una arcada. Es
una puerta del pueblo, que asoma a la carretera general. Sobre el arco hay un
letrero que dice: «Puerta del Puente. Castro del Río. Córdoba. 1866». Hay unas
señales, recordando hasta dónde llegaron las avenidas más importantes del
Guadajoz. «Hasta aquí llegó el agua.» «Hasta aquí en 1947.»
-Siempre estábamos diciendo: ya
verás el día que al río se le jinchen las narices... -comenta un viejo que está recostado en la puerta de Castro-. Pero
el día menos pensao volverá a pasar lo mismo. Tós los ciegos le echan la culpa
al empedrao, ya sabe.
Sigo hasta el río.
Desde el puente veo la figura entreverada del viejo, junto al arco, y unos
camiones parados. Detrás está el pueblo blanco, en alto, y los restos de las
antiguas fortificaciones y las torres de los templos. En las márgenes del río
unos hombres se afanan, arrancando tierra: el mantillo y fango que ha
arrastrado el agua el pasado invierno. Al lado hay borriquillos que rebuscan
con el hocico la hierba más verde. Pasa un chico montado en bicicleta por la
carretera.
¿Tiene fonda,
señor?
-Sí.
¡Ah! -Sigue
pedaleando pendiente arriba hasta llegar a la puerta del pueblo.
Se oye el clamor
constante del agua, que pasa turbia, espesa, bajo los ojos del puente, entre
una sombra que tiene color rojo.
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