Espacio abierto dedicado al estudio de las historias locales de los municipios de Castro del Río (Córdoba), Porcuna (Jaén) y Motril (Granada), así como sus adyacentes. Recomiendo la utilización del apartado de comentarios para aportaciones, consideraciones, críticas o rectificaciones. De igual manera, está disponible para quienes deseen colaborar con la publicación de artículos o aportando documentos, sobre cualquier tema de carácter histórico relacionado con dichas poblaciones.

25 septiembre 2013

TIERRA DE OLIVOS



     Entre un lote de libros digitales conseguido a través de un compañero de trabajo me llamó la atención el titulado “Tierra de olivos” del que es autor un para mí hasta ahora desconocido escritor madrileño llamado Antonio Ferres, encuadrado dentro de la generación del 50 y adscrito a un género literario bautizado en su día como realismo social.  Fue publicado en la "Biblioteca Breve" de la editorial Seix Barral de Barcelona en el año 1964. Recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo, con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente como para afirmarse su singularidad:

     “Ferres ha conseguido en esta obra integrarse en el mundo descrito como un personaje natural. Muy distinto del literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes. Los campos de los pueblos de Córdoba y Jaén, las gentes de una de las zonas más ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se reproducen ante el lector de una manera totalmente espontanea, con el mínimo de artificio que necesita una crónica conmovida”.

(De  la crítica publicada en La Vanguardia de 29 de julio de 1964)

    “La lectura del bello libro de viajes Tierra de olivos deja en el lector una grata impresión.  Se alternan aquí las descripciones de los distintos pueblos andaluces a los que llega “el viajante” con las múltiples conversaciones que el mismo mantiene con los diferentes  contertulios y en las que se refleja la dureza de la vida de los jornaleros del olivar, un mundo rural donde la Historia parece haberse detenido y cuya rutina sólo se altera con la marcha de los emigrantes que esperan así romper con un ciclo maldito. A su vez la narración se complementa con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos”.


(De la crítica publicada en El Cultural tras ser reeditada la obra en el año 2004)

    El periplo viajero real, que sirvió de inspiración a Ferres a la hora de hilvanar la narración, ateniéndonos a referencias temporales que asoman en la escala que el protagonista (un viajante comercial de limpiametales y otros productos de droguería) realiza en la villa cordobesa de Castro del Río durante las fiestas de Carnaval, es forzosamente anterior a la famosa riada que asoló la población en febrero del año 1963: ¡Ya verás el día que al río se le jinchen las narices!



    Seguimos, mientras los muleros sujetan a las caballerías de los ronzales. Luego de los olivos hay trigales y un amplio cebadal de un verde claro y nuevo, brillante. Planea una cigüeña sobre los charcos de una hondonada. Cruzamos Baena, sin detenernos, y enseguida llegamos a la vista del río Guadajoz, que por esta parte parece río muy caudaloso. La carretera bordea un rato la orilla izquierda y, enseguida, llega el automóvil a Castro del Río. Don Mariano se espabila conforme entramos en el pueblo.
    Es un pueblo también blanco, de aire más campesino que los pueblos donde sólo hay olivar. Está cayendo la tarde y, a la hora que es, transita mucho mocerío por la calle principal. Hombres con blusa, chicos con la camisa remangada y muchachas con trajes de colores chillones se vuelven para mirar el coche cubierto de polvo. Delante de la fonda hay un corro de niñas y algún que otro chiquillo. Hacen palmas y cantan o se agarran de las manos y dan vueltas.

    ¡Carnaval!
    ¡Carnaval!
    Vengo de mi melonar,
    traigo melones maduros
    y asandías colorás.

   Las mozuelas, cuando cantan, tienen un gesto pícaro en la cara. Una pareja - un niño chico y una moza de pechos grandes-, sale, cogidos de la mano, al centro del corro.
   -Los pueblos de trigo tienen otra alegría.
   -Este término da también algodón y mucho tabaco. La cosecha de tabaco llega a valer más de cuatro millones de pesetas, aunque no por eso deja de haber olivar, comenta Quesada.
   Entramos en la fonda, que es grande y nueva. En el rótulo que hay a la puerta pone: «Hotel Español». Tiene un vestíbulo blanco, con el suelo de mármol blanquísimo y las paredes enjalbegadas hasta cegar. La claridad cae por todas partes, desde las cristaleras, el portalón y el patio. Hay tiestos y mecedoras, colocados sin orden ni concierto, como si en el hotel acabaran de fregar el piso.     En el patinillo que sirve de paso para llegar al retrete crece un naranjo enorme, con las ramas altas, desparramadas, tapando hasta las ventanas del segundo piso y el tejado.
    -Me da pena seguir para Córdoba. Aquí se está bien, hasta las habitaciones tienen un grifo de agua corriente y un cubo debajo del agujero del desagüe.    
     Salimos, los tres juntos, a la calle. Hay grupos de campesinos  a las puertas de las tabernas. Hombres callados, quietos, con las manos a la espalda y la mirada distraída.
     -Verá usted... siempre parece que vaya a pasar algo, con tanta gente en las calles. Antes se lo refería al compañero...
     -Es que hoy es sábado -dice don Mariano-. Pero si bien se mira, y puede que tenga razón, a veces parece que fuera a ocurrir algo, como si todo estuviera en un trance y la gente esperando Dios sabe qué.
     Nos quedamos callados, mirando a la leve costanilla, barruntando el campo. Pienso que -a lo mejor- es menester haber pasado tiempo solo, en la misma soledad que cada uno de nosotros, los viajantes, por estos pueblos y estos campos de Dios, para darse cuenta. Muchas veces he pensado que en cualquier momento vaya a pasar algo importante. Recuerdo que, en ocasiones, en otros viajes, cuando me dedicaba a vender quincalla o cosas de poca monta, me quedaba mirando y me asaltaba la inquietud. Tenía la misma impresión.

    Era sábado -lo recuerdo bien- en plena recolección de la aceituna, y las barberías y las tabernas estaban llenas, y las caras de los hombres se asomaban desganadamente a las puertas, mientras escuchábamos arrastrarse los pasos en medio del silencio.
    -Para chasco bueno -dice don .Mariano-, el que me llevé yo la primera vez que caí por una de estas plazas de Andalucía y vi a los grupos de hombres que estaban esperando a que los contrataran para trabajar. Me creí que era una manifestación.
    Quesada se vuelve todavía para mirar a los hombres quietos a la puerta de las tabernas. En lo alto de la calle hay una posible plaza. Dos calles -una a más nivel que la otra- dejan en medio al edificio de un mercado, construido en 1925, según se lee en la puerta, con balaustradas que asoman sobre la calle de nivel más bajo.



   Arranca el coche de Quesada. Don Mariano y yo le despedimos agitando las manos. Bajamos hacia el centro del pueblo. Vamos despacio, y mi compañero separa y se echa éter en la garganta con el pulverizador. Como las confiterías y las tiendas de caramelos están abiertas hasta tarde, don Mariano entra y sale. Le espero entre el mocerío que va y viene por la calle principal. Los hombres han quedado en grupos, a la puerta de las tabernas o sentados en los casinos. Hay dos casinos: uno que es café público y el otro, poco más allá de la calle, que parece el de la gente rica. Los muchachos y las muchachas llenan las aceras y la calzada, pasan corriendo y se echan papelillos de confeti. Por lo general los chicos van en grupos, separados de las muchachas. Tres niñas morenitas vienen con prisa, oscilándoles, colgadas de la muñeca, las bolsas de confeti.
    -Voy a echarle picadillo -dice una, medio avergonzada, acercándose a mí. Unas mozas que pasean por la otra acera estallan a reír cuando me ven cubierto de papelillos rojos y azules.
    Pasados los casinos hay una pequeña capilla, con dos palmeras enanas, una a cada lado de la puerta. En el muro pone: «Iglesia de la Madre de Dios». Sobre la puerta hay un reloj de sol; y, más abajo, un reloj de esfera grande, que se ilumina al poco rato. Oscurece, y aumenta el bullicio en el paseo.



   Tuerzo por una calle a ras del mercadillo, que pasa por delante del Juzgado Comarcal. Hay una calleja que se llama del Rincón, e intento dar la vuelta por ella. Una mujer con los ojos grandes y redondos como platos me mira.
   -Por aquí no puede salir.
   -¿Por dónde puedo?
   -Por donde ha venido usté.
   Vuelvo hacia la puerta de la taberna. Canta alguien. Sale el cante hondo a la calle. Un tipo cetrino toca la guitarra. Miro a los hombres indiferentes que hay a la puerta y me abro paso para entrar. Los hombres se ladean, apenas se vuelven, siguen quietos, como si no fuera con ellos.
    -¿Qué va a tomar?
    -Vino.
    Los que están a la puerta tienen los vasos en la mano, y miran a lo hondo de la calle. Corren chiquillos que siguen tirando al aire papelillos de confeti. Junto a la fonda las niñas cantan. Las mozas que pasan tienen la mirada pícara y alegre, vuelven la cabeza a un lado y a otro. Se ríen. A lo lejos, se oye el soniquete:
                                                  
                                                     ¡Carnaval!
                                                     ¡Carnaval!
                                                     Vengo de mi melonar,
                                                     traigo melones maduros
                                                     y asandías colorás.

    -No hay quien pueda con la juventú -dice un tipo medio albino, aunque quemado por el sol, cubierto de pecas y con las cejas blancas-. Vamos a tener jolgorio este Carnaval; a pesar de todas las prohibiciones, por ahí arriba iban unos niños disfrazaos.
    -Mire señala el tabernero hacia el comienzo de la calle-. Miren ese grupo de mozas jugando a los búcaros.
     Atendiendo a la indicación del hombre, vuelvo la cabeza. Doy unos pasos, con el vasito de vino en la mano, hasta acercarme al corro. Son ocho muchachas, que tiran al alto, echándoselo de unas a otras, un jarrón de barro. Una lo coge al vuelo y vuelve a tirárselo a otra moza. Luego, el jarrón se cae y se rompe contra el suelo, en mil pedazos. Se arma mucha algarabía. Gritan y ríen las muchachas.
    A la que se le rompe, pierde -dice un campesino.
   ¿Y qué pierde?
    La cabrean las otras -dice un chico que hay detrás-. También jugamos los mozos.
    Pago mi vino. Regreso hacia el centro del pueblo, por encontrarme con don Mariano. En la misma esquina, entre el grupo de gentes que miran a las mozas del búcaro, veo a la muchacha del coche de Priego, la que sufría los requiebros del viajante de dentaduras postizas. Viste la chica la misma ropa que llevaba en el autobús. A su vera hay un hombre mayor, grueso, con sombrero verde. La chica y yo cruzamos un segundo las miradas. Noto que sonríe, de perfil, huyéndome los ojos. Espero un rato, por ver hacia dónde tiran la muchacha morena y el hombre de sombrero verde. Echo a andar detrás de ellos, lejos, por la otra acera. Sin querer asomo a la calle cerrada, donde hace un rato me tropecé con aquella mujer que me dijo que la calleja no tenía salida.



    Vuelvo hacia el bullicio del paseo, entre los grupos de jóvenes, las caras arreboladas, los gritos de las niñas que corretean. Jadeando, apoyado en el mostrador del café, está don Mariano. Le acompaña un hombre cincuentón, de cara flaca y frente surcada de arrugas, que resulta ser el dueño de una tienda de las que he de visitar en Castro. El hombre se llama Aguilera y cuando se entera de que represento el limpiametales me hace un pedido.
   -No es presunción, puede usté preguntarle a cualquiera... Con lo que yo le encargue hace usté el agosto, a ver si hay algún descuento de la casa.
    ¿Sabe de algún otro comercio que pediría alguna de las cosas que traigo?
    -Los demás poco van a encargarle de seguro.
    Yo, por el contrario, todavía tengo que dar muchas vueltas por el pueblo mañana domingo -dice don Mariano, tomando aliento.
    ¿Irá esté a Montilla?
   -Creo que sí. -Me fijo en la cara de suficiencia que pone el tendero-. No conozco la plaza. ¿Qué tal es?
    -Mejor que todo esto. Hay buenas fábricas de vino.
   Don Mariano y yo hacemos el camino hacia la fonda, despacio, deteniéndonos cada dos pasos.
    -Me da envidia de ustedes porque son jóvenes y se interesan. Cuando yo tuve que lanzarme a este puñetero oficio de viajar, no tenía otro interés que arañar una perra aquí y otra más lejos. Ni para leer el periódico he tenido un respiro.

    -Nos pasa a todos los que tenemos que ganar el pan.
    Con estas y otras historias llegamos a lo alto de la calle. Miro a la casa en la que he visto entrar a la chica del coche de Priego, y le refiero a don Mariano mi encuentro con la muchacha.
     -Ah, sí. Debe de ser la sobrina de un tal don Bartolomé: uno que tiene muy buenas tierras. Ligar con ella le va a costar a usted dar más vueltas que un peón, y perder un montón de días en este pueblo, si es que conseguía ligar...
     Tres mozos van gritando por la calle, echándose un botijo al aire, sin perder el paso. Lo coge al vuelo el que marcha delantero. Hace un regate y se lo tira al otro, que es un tipo mofletudo, bajo. El cacharro se le rompe contra la cara. Cae el botijo al suelo hecho pedazos.
    Me has hecho sangre. ¡Me caguen...!
   Tiene las manos abiertas, manchadas, y le chorrea la sangre por la cara.
   Es noche tibia. Ya brotará el azahar en los naranjos por la Andalucía baja, por Sevilla y por la costa. Desde que he vuelto a Andalucía, no me encuentro a gusto más que cuando atravieso sus campos. En las villas y en los pueblos grandes me siento un extraño, más forastero que cualquiera.
     El domingo por la mañana ya estoy deseando irme, pero el coche de línea no sale hasta pasado el mediodía.
   -Con las cosas que hemos hablado en estos días que hemos pasado juntos, se me hace raro que se marche -dice don Mariano. Se apoya en mi hombro y mira a la leve pendiente. Va en vilo por los adoquines redondos de la calle.
   -Hemos charlado mucho, aunque nadie lo diría -sonrío-. Y algún día nos reuniremos para contarlo.
   -Pocos faltaremos a esa cita, si antes no se han llevado a uno con los pies para alante -jadea y vuelve la vista hacia otro lado.
    Es buen pueblo Montilla, ¿no?
   Vaya... Es un pueblo con fábricas de vino. No viene mal el vino para ahogar la pena -medio bromea, como si le costara trabajo-. Suba Guadalquivir arriba o baje Guadalquivir abajo, siempre encontrará problemas.
   Llegamos despacio. En el mercado, aunque es festivo, entre las balaustradas de cemento, se ven cruzar las faldas de colores chillones de las mujeres. Hace aire. Miro distraídamente, y me parece -otra vez- que no sé, a ciencia cierta, qué rumbo tomar.



   -Tengo que hacer muchas visitas. Mejor es que nos despidamos ya. ¿Le parece que entremos aquí a beber las últimas?
   -Bueno.
    De nuevo están los hombres parados a la puerta de la taberna, con las manos a la espalda, las palmas blancas hacia fuera. Guardan el mismo silencio, y nos miran con caras de ajo a los viajantes.
   -Ésos también acudirán a la cita que imagina el amigo Quesada.
   Es lo que importa. ¿A qué hora dice que sale mi coche?
   -A las dos. Puede comer tranquilamente, y hasta tomar café.
   -No hay peligro por ahora... -Sonríe y mueve con aire resignado la cabeza, mientras se busca el pulverizador-. Yo desde luego llegaré más tarde a comer, cuando usted esté ya camino de Montilla.
    De verdad que hay buen mocerío -digo, mirando de lejos a dos muchachas que pasan cogidas de la mano.
   -Usted está encandilao desde que vio anoche otra vez a esa cordobesa que iba en el coche de Priego. Me di cuenta que no hacía usted más que mirar a la puerta de su casa.
   -Estas copas las pago yo.
   -Tengo mucha prisa, compañero. Vuelve a tocarme el hombro con su mano temblona-. Con una cordobesa así estuve yo también en un tris de encandilarme y mandarlo todo a rodar, pero eso no viene al caso... Luego me dijeron que la habían visto haciendo la carrera, entregándose por dos duros en Córdoba, por donde está el puente romano.



    Cuando me quedo solo, tengo la cabeza y el cuerpo calientes de vino. Por las calles del pueblo pasan los burros de los aguadores, cargados de cántaras de barro, coloradas o blancas. Sigo por una calle abajo, que se llama del Regimiento de Cádiz, una cuesta que llega hasta el río Guadajoz. Pasa la calle debajo de una arcada. Es una puerta del pueblo, que asoma a la carretera general. Sobre el arco hay un letrero que dice: «Puerta del Puente. Castro del Río. Córdoba. 1866». Hay unas señales, recordando hasta dónde llegaron las avenidas más importantes del Guadajoz. «Hasta aquí llegó el agua.» «Hasta aquí en 1947.»
    -Siempre estábamos diciendo: ya verás el día que al río se le jinchen las narices... -comenta un viejo que  está recostado en la puerta de Castro-. Pero el día menos pensao volverá a pasar lo mismo. Tós los ciegos le echan la culpa al empedrao, ya sabe.
    Sigo hasta el río. Desde el puente veo la figura entreverada del viejo, junto al arco, y unos camiones parados. Detrás está el pueblo blanco, en alto, y los restos de las antiguas fortificaciones y las torres de los templos. En las márgenes del río unos hombres se afanan, arrancando tierra: el mantillo y fango que ha arrastrado el agua el pasado invierno. Al lado hay borriquillos que rebuscan con el hocico la hierba más verde. Pasa un chico montado en bicicleta por la carretera.
   ¿Tiene fonda, señor?
   -Sí.
   ¡Ah! -Sigue pedaleando pendiente arriba hasta llegar a la puerta del pueblo.
    Se oye el clamor constante del agua, que pasa turbia, espesa, bajo los ojos del puente, entre una sombra que tiene color rojo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario