Espacio abierto dedicado al estudio de las historias locales de los municipios de Castro del Río (Córdoba), Porcuna (Jaén) y Motril (Granada), así como sus adyacentes. Recomiendo la utilización del apartado de comentarios para aportaciones, consideraciones, críticas o rectificaciones. De igual manera, está disponible para quienes deseen colaborar con la publicación de artículos o aportando documentos, sobre cualquier tema de carácter histórico relacionado con dichas poblaciones.

28 septiembre 2013

LA FUENTE DE SAN ROQUE



    Primera fuente de agua destinada al consumo de la población de Castro del Río ubicada en un espacio abierto extramuros al que terminará dando nombre: “Llano de la Fuente”.
    No hemos sido capaces de dar con las fuentes necesarias con las que fijar su datación exacta o aproximada. Por los sencillos elementos arquitectónicos que la conforman, y especialmente por ese frontón partido que corona la hornacina del Santo, podríamos encuadrarla dentro del estilo barroco (siglo XVIII), aunque debió verse afectada considerablemente su factura original durante las obras emprendidas a raíz de la primera traída de aguas al municipio iniciadas durante la I Republica.
    Nos ha llamado poderosamente la atención el número de fuentes existentes bajo la advocación de San Roque diseminadas por las diferentes villas y ciudades de la geografía hispana.  La popularidad de San Roque, conocido por su faceta de protector de los animales, obedece mayormente a su intercesión a la hora de librar a las poblaciones de epidemias y contagios. De ahí su asociación al agua y a las fuentes, cuya insalubridad solía ser factor determinante en la propagación de las mismas.
    Presuponemos que el agua de la Fuente de San Roque debía de proceder en un principio de pozos y aljibes situados en la parte alta de la población que llegaban hasta la misma a través de sencillas conducciones aprovechando el desnivel del terreno. Su caudal debió ser parco e insuficiente como para cubrir las necesidades de agua potable de la población, que tenía que recurrir a fuentes como La Higuera (camino de Doña Mencía) o La Minguilla (camino de Bujalance). Son éstas las que aparecen relacionadas en el artículo del Diccionario de Pascual Madoz (1846-1850), en el que, pese a su exhaustividad informativa, no hay mención alguna a la fuente de la que nos venimos ocupando.

Fuente de la Minguilla

   Por los extractos de las actas capitulares recogidos en el trabajo de Francisco López Villatoro (La Villa de Castro del Río 1833-1923) conocemos que las autoridades municipales republicanas en 1873 compraron al “Conde de Zamora” la fuente de La Higuera y dos fanegas de tierra colindantes al objeto de abordar la traída de aguas hasta la población para evitar esos largos desplazamientos que tanto la encarecían. Se allegaron fondos a través de un arbitrio especial sobre el trigo y el aceite.



     Será una sociedad titulada “La Productora” la encargada de acometer tal empresa. Los trabajos técnicos fueron llevados personalmente por su director gerente don Santos María Pego. El plan inicial contemplaba hacer llegar el agua a través de dos tuberías diferentes. Una procedente de la fuente de La Higuera, que había de llevar el agua hasta unos surtidores ubicados en Llano de la Iglesia, y otra, procedente de la Vereda de la Moza que llegaría hasta la Plaza de la Republica, recogiendo el sobrante el Llano de la Fuente.
     Aunque iniciados los trabajos a finales de 1873 y proyectada su conclusión para finales de 1874, incumplimientos en los pagos por parte de la corporación y desavenencias con la empresa retrasaron su realización definitiva hasta el año 1877. Por economías se descartaron los anteriores emplazamientos, llegando el agua a través de una sola tubería hasta la Fuente de San Roque.
    El 8 de diciembre de 1877, a las cuatro y media de la tarde, las aguas llegaban por primera vez a su destino. El acto inaugural estaría revestido de una especial solemnidad festiva:

Aguas

    “El día 8 entraron en Castro del Río las destinadas al abastecimiento de aquella  población, alumbradas y conducidas a ella desde cuatro mil seiscientos metros de distancia por nuestro amigo Don Santos María Pego, a las que se agregarán en breve nuevos alumbramientos de La Higuera y Vereda de la Moza. Al acto de inauguración asistió el clero, el municipio y un inmenso gentío, en el que se hallaban representadas todas las clases de la sociedad. Se bendijeron las aguas al empezar a brotar por los grifos vasculares de que está dotada la fuente, y hubo músicas, cohetes, cucañas y una fuente de vino con la que el ingeniero obsequió al vecindario, pronunciándose un discurso alusivo al caso por el Teniente de Alcalde don Juan Rafael Romero. De la Fuente de San Roque, que así se llama, salía agua a borbotones, causando las delicias de aquellos vecinos, viéndose  el entusiasmo reflejado en todos los semblantes, efecto sin duda de verse libres de tan onerosas cargas que sobre ellos pesaban.  Al dar la enhorabuena al pueblo de Castro la damos también a su Ayuntamiento por haber llevado a feliz término la obra empezada hace algunos años, y muy particularmente a nuestro amigo el Sr. Pego, quien con tanto acierto y diligencia supo alumbrar las aguas y conducirlas a la población”.


(Diario de Córdoba 14 de diciembre de 1877)
    El venero de vino costeado por el Sr. Pego debió secarse esa misma tarde, mientras que los prometidos nuevos alumbramientos jamás llegaron y los pozos destinados al suministro de la fuente de San Roque bajaron pronto su nivel mostrándose insuficientes para el suministro urbano.
    A destacar ciertas normas de cortesía imperantes entre la clase política de la época. Como la traída había sido iniciativa de la corporación municipal republicana presidida por Don Tomas del Rio Luque, el encargado de dar el discurso protocolario en el acto oficial de inauguración fue Juan Rafael Romero, teniente de alcalde y concejal perteneciente a la minoría demócrata republicana.
     En el recorte de la fotografía de Baltasar Castella (1915), que utilizamos como ilustración en la cabecera, se aprecia perfectamente una especie de depósito abovedado para almacenar las captaciones de aguas, que desconocemos si pertenece a ese proyecto o si fue ejecutado con posterioridad por la Sociedad Anónima La Salud, concesionaria del abastecimiento de aguas potables al municipio a partir de 1912.

Santos María Pego y Díaz (1834-1905)


   El dadivoso ingeniero e inventor del artefacto vinatero que sirvió para festejar la traída de aguas a Castro, Santos María Pego y Díaz, era un gallego natural de El Ferrol instalado con negocios en Córdoba a partir de 1867. Su profesión original fue la de guarda de faro, que desempeño primero en Cádiz y con posterioridad en el archipiélago canario, donde dejó su impronta como fotógrafo. Su formación técnica la suponemos autodidacta. Autor de numerosos ingenios y patentes industriales. Cuando desapareció La Productora se dedicó a la explotación del negocio de la sal. Concretamente en el término de Castro del Río explotó las salinas del cortijo de Doña Esteban.
    Sobre la suerte final de la desaparecida fuente de San Roque dispongo de algunas noticias difusas en mi cabeza que me remiten a un emplazamiento festivo de la localidad donde al parecer estuvieron apiladas sus piedras durante largo tiempo tras ser desmontada. Sería de agradecer la colaboración de los castreños en apartado de comentarios para clarificar esta cuestión.

25 septiembre 2013

TIERRA DE OLIVOS



     Entre un lote de libros digitales conseguido a través de un compañero de trabajo me llamó la atención el titulado “Tierra de olivos” del que es autor un para mí hasta ahora desconocido escritor madrileño llamado Antonio Ferres, encuadrado dentro de la generación del 50 y adscrito a un género literario bautizado en su día como realismo social.  Fue publicado en la "Biblioteca Breve" de la editorial Seix Barral de Barcelona en el año 1964. Recuerda a Azorín y a Ignacio Aldecoa, y pertenece a la estirpe de obras como Viaje a la Alcarria, de Cela, y Campos de Níjar, de Goytisolo, con las que es comparable en cualidades, aunque difiere de ellas lo suficiente como para afirmarse su singularidad:

     “Ferres ha conseguido en esta obra integrarse en el mundo descrito como un personaje natural. Muy distinto del literato viajero que nos habla en primera persona en otros libros semejantes. Los campos de los pueblos de Córdoba y Jaén, las gentes de una de las zonas más ricas y peor tratadas por la historia reciente de nuestro suelo, se reproducen ante el lector de una manera totalmente espontanea, con el mínimo de artificio que necesita una crónica conmovida”.

(De  la crítica publicada en La Vanguardia de 29 de julio de 1964)

    “La lectura del bello libro de viajes Tierra de olivos deja en el lector una grata impresión.  Se alternan aquí las descripciones de los distintos pueblos andaluces a los que llega “el viajante” con las múltiples conversaciones que el mismo mantiene con los diferentes  contertulios y en las que se refleja la dureza de la vida de los jornaleros del olivar, un mundo rural donde la Historia parece haberse detenido y cuya rutina sólo se altera con la marcha de los emigrantes que esperan así romper con un ciclo maldito. A su vez la narración se complementa con señaladas reflexiones del viajero sobre su infancia, en las que resuenan los ecos de la guerra, los años del hambre, el miedo o la orfandad. Valiéndose de una prosa concisa y sin adornos, Antonio Ferres capta y explora así de manera certera un paisaje humano, geográfico e histórico imperecederos”.


(De la crítica publicada en El Cultural tras ser reeditada la obra en el año 2004)

    El periplo viajero real, que sirvió de inspiración a Ferres a la hora de hilvanar la narración, ateniéndonos a referencias temporales que asoman en la escala que el protagonista (un viajante comercial de limpiametales y otros productos de droguería) realiza en la villa cordobesa de Castro del Río durante las fiestas de Carnaval, es forzosamente anterior a la famosa riada que asoló la población en febrero del año 1963: ¡Ya verás el día que al río se le jinchen las narices!



    Seguimos, mientras los muleros sujetan a las caballerías de los ronzales. Luego de los olivos hay trigales y un amplio cebadal de un verde claro y nuevo, brillante. Planea una cigüeña sobre los charcos de una hondonada. Cruzamos Baena, sin detenernos, y enseguida llegamos a la vista del río Guadajoz, que por esta parte parece río muy caudaloso. La carretera bordea un rato la orilla izquierda y, enseguida, llega el automóvil a Castro del Río. Don Mariano se espabila conforme entramos en el pueblo.
    Es un pueblo también blanco, de aire más campesino que los pueblos donde sólo hay olivar. Está cayendo la tarde y, a la hora que es, transita mucho mocerío por la calle principal. Hombres con blusa, chicos con la camisa remangada y muchachas con trajes de colores chillones se vuelven para mirar el coche cubierto de polvo. Delante de la fonda hay un corro de niñas y algún que otro chiquillo. Hacen palmas y cantan o se agarran de las manos y dan vueltas.

    ¡Carnaval!
    ¡Carnaval!
    Vengo de mi melonar,
    traigo melones maduros
    y asandías colorás.

   Las mozuelas, cuando cantan, tienen un gesto pícaro en la cara. Una pareja - un niño chico y una moza de pechos grandes-, sale, cogidos de la mano, al centro del corro.
   -Los pueblos de trigo tienen otra alegría.
   -Este término da también algodón y mucho tabaco. La cosecha de tabaco llega a valer más de cuatro millones de pesetas, aunque no por eso deja de haber olivar, comenta Quesada.
   Entramos en la fonda, que es grande y nueva. En el rótulo que hay a la puerta pone: «Hotel Español». Tiene un vestíbulo blanco, con el suelo de mármol blanquísimo y las paredes enjalbegadas hasta cegar. La claridad cae por todas partes, desde las cristaleras, el portalón y el patio. Hay tiestos y mecedoras, colocados sin orden ni concierto, como si en el hotel acabaran de fregar el piso.     En el patinillo que sirve de paso para llegar al retrete crece un naranjo enorme, con las ramas altas, desparramadas, tapando hasta las ventanas del segundo piso y el tejado.
    -Me da pena seguir para Córdoba. Aquí se está bien, hasta las habitaciones tienen un grifo de agua corriente y un cubo debajo del agujero del desagüe.    
     Salimos, los tres juntos, a la calle. Hay grupos de campesinos  a las puertas de las tabernas. Hombres callados, quietos, con las manos a la espalda y la mirada distraída.
     -Verá usted... siempre parece que vaya a pasar algo, con tanta gente en las calles. Antes se lo refería al compañero...
     -Es que hoy es sábado -dice don Mariano-. Pero si bien se mira, y puede que tenga razón, a veces parece que fuera a ocurrir algo, como si todo estuviera en un trance y la gente esperando Dios sabe qué.
     Nos quedamos callados, mirando a la leve costanilla, barruntando el campo. Pienso que -a lo mejor- es menester haber pasado tiempo solo, en la misma soledad que cada uno de nosotros, los viajantes, por estos pueblos y estos campos de Dios, para darse cuenta. Muchas veces he pensado que en cualquier momento vaya a pasar algo importante. Recuerdo que, en ocasiones, en otros viajes, cuando me dedicaba a vender quincalla o cosas de poca monta, me quedaba mirando y me asaltaba la inquietud. Tenía la misma impresión.

    Era sábado -lo recuerdo bien- en plena recolección de la aceituna, y las barberías y las tabernas estaban llenas, y las caras de los hombres se asomaban desganadamente a las puertas, mientras escuchábamos arrastrarse los pasos en medio del silencio.
    -Para chasco bueno -dice don .Mariano-, el que me llevé yo la primera vez que caí por una de estas plazas de Andalucía y vi a los grupos de hombres que estaban esperando a que los contrataran para trabajar. Me creí que era una manifestación.
    Quesada se vuelve todavía para mirar a los hombres quietos a la puerta de las tabernas. En lo alto de la calle hay una posible plaza. Dos calles -una a más nivel que la otra- dejan en medio al edificio de un mercado, construido en 1925, según se lee en la puerta, con balaustradas que asoman sobre la calle de nivel más bajo.



   Arranca el coche de Quesada. Don Mariano y yo le despedimos agitando las manos. Bajamos hacia el centro del pueblo. Vamos despacio, y mi compañero separa y se echa éter en la garganta con el pulverizador. Como las confiterías y las tiendas de caramelos están abiertas hasta tarde, don Mariano entra y sale. Le espero entre el mocerío que va y viene por la calle principal. Los hombres han quedado en grupos, a la puerta de las tabernas o sentados en los casinos. Hay dos casinos: uno que es café público y el otro, poco más allá de la calle, que parece el de la gente rica. Los muchachos y las muchachas llenan las aceras y la calzada, pasan corriendo y se echan papelillos de confeti. Por lo general los chicos van en grupos, separados de las muchachas. Tres niñas morenitas vienen con prisa, oscilándoles, colgadas de la muñeca, las bolsas de confeti.
    -Voy a echarle picadillo -dice una, medio avergonzada, acercándose a mí. Unas mozas que pasean por la otra acera estallan a reír cuando me ven cubierto de papelillos rojos y azules.
    Pasados los casinos hay una pequeña capilla, con dos palmeras enanas, una a cada lado de la puerta. En el muro pone: «Iglesia de la Madre de Dios». Sobre la puerta hay un reloj de sol; y, más abajo, un reloj de esfera grande, que se ilumina al poco rato. Oscurece, y aumenta el bullicio en el paseo.



   Tuerzo por una calle a ras del mercadillo, que pasa por delante del Juzgado Comarcal. Hay una calleja que se llama del Rincón, e intento dar la vuelta por ella. Una mujer con los ojos grandes y redondos como platos me mira.
   -Por aquí no puede salir.
   -¿Por dónde puedo?
   -Por donde ha venido usté.
   Vuelvo hacia la puerta de la taberna. Canta alguien. Sale el cante hondo a la calle. Un tipo cetrino toca la guitarra. Miro a los hombres indiferentes que hay a la puerta y me abro paso para entrar. Los hombres se ladean, apenas se vuelven, siguen quietos, como si no fuera con ellos.
    -¿Qué va a tomar?
    -Vino.
    Los que están a la puerta tienen los vasos en la mano, y miran a lo hondo de la calle. Corren chiquillos que siguen tirando al aire papelillos de confeti. Junto a la fonda las niñas cantan. Las mozas que pasan tienen la mirada pícara y alegre, vuelven la cabeza a un lado y a otro. Se ríen. A lo lejos, se oye el soniquete:
                                                  
                                                     ¡Carnaval!
                                                     ¡Carnaval!
                                                     Vengo de mi melonar,
                                                     traigo melones maduros
                                                     y asandías colorás.

    -No hay quien pueda con la juventú -dice un tipo medio albino, aunque quemado por el sol, cubierto de pecas y con las cejas blancas-. Vamos a tener jolgorio este Carnaval; a pesar de todas las prohibiciones, por ahí arriba iban unos niños disfrazaos.
    -Mire señala el tabernero hacia el comienzo de la calle-. Miren ese grupo de mozas jugando a los búcaros.
     Atendiendo a la indicación del hombre, vuelvo la cabeza. Doy unos pasos, con el vasito de vino en la mano, hasta acercarme al corro. Son ocho muchachas, que tiran al alto, echándoselo de unas a otras, un jarrón de barro. Una lo coge al vuelo y vuelve a tirárselo a otra moza. Luego, el jarrón se cae y se rompe contra el suelo, en mil pedazos. Se arma mucha algarabía. Gritan y ríen las muchachas.
    A la que se le rompe, pierde -dice un campesino.
   ¿Y qué pierde?
    La cabrean las otras -dice un chico que hay detrás-. También jugamos los mozos.
    Pago mi vino. Regreso hacia el centro del pueblo, por encontrarme con don Mariano. En la misma esquina, entre el grupo de gentes que miran a las mozas del búcaro, veo a la muchacha del coche de Priego, la que sufría los requiebros del viajante de dentaduras postizas. Viste la chica la misma ropa que llevaba en el autobús. A su vera hay un hombre mayor, grueso, con sombrero verde. La chica y yo cruzamos un segundo las miradas. Noto que sonríe, de perfil, huyéndome los ojos. Espero un rato, por ver hacia dónde tiran la muchacha morena y el hombre de sombrero verde. Echo a andar detrás de ellos, lejos, por la otra acera. Sin querer asomo a la calle cerrada, donde hace un rato me tropecé con aquella mujer que me dijo que la calleja no tenía salida.



    Vuelvo hacia el bullicio del paseo, entre los grupos de jóvenes, las caras arreboladas, los gritos de las niñas que corretean. Jadeando, apoyado en el mostrador del café, está don Mariano. Le acompaña un hombre cincuentón, de cara flaca y frente surcada de arrugas, que resulta ser el dueño de una tienda de las que he de visitar en Castro. El hombre se llama Aguilera y cuando se entera de que represento el limpiametales me hace un pedido.
   -No es presunción, puede usté preguntarle a cualquiera... Con lo que yo le encargue hace usté el agosto, a ver si hay algún descuento de la casa.
    ¿Sabe de algún otro comercio que pediría alguna de las cosas que traigo?
    -Los demás poco van a encargarle de seguro.
    Yo, por el contrario, todavía tengo que dar muchas vueltas por el pueblo mañana domingo -dice don Mariano, tomando aliento.
    ¿Irá esté a Montilla?
   -Creo que sí. -Me fijo en la cara de suficiencia que pone el tendero-. No conozco la plaza. ¿Qué tal es?
    -Mejor que todo esto. Hay buenas fábricas de vino.
   Don Mariano y yo hacemos el camino hacia la fonda, despacio, deteniéndonos cada dos pasos.
    -Me da envidia de ustedes porque son jóvenes y se interesan. Cuando yo tuve que lanzarme a este puñetero oficio de viajar, no tenía otro interés que arañar una perra aquí y otra más lejos. Ni para leer el periódico he tenido un respiro.

    -Nos pasa a todos los que tenemos que ganar el pan.
    Con estas y otras historias llegamos a lo alto de la calle. Miro a la casa en la que he visto entrar a la chica del coche de Priego, y le refiero a don Mariano mi encuentro con la muchacha.
     -Ah, sí. Debe de ser la sobrina de un tal don Bartolomé: uno que tiene muy buenas tierras. Ligar con ella le va a costar a usted dar más vueltas que un peón, y perder un montón de días en este pueblo, si es que conseguía ligar...
     Tres mozos van gritando por la calle, echándose un botijo al aire, sin perder el paso. Lo coge al vuelo el que marcha delantero. Hace un regate y se lo tira al otro, que es un tipo mofletudo, bajo. El cacharro se le rompe contra la cara. Cae el botijo al suelo hecho pedazos.
    Me has hecho sangre. ¡Me caguen...!
   Tiene las manos abiertas, manchadas, y le chorrea la sangre por la cara.
   Es noche tibia. Ya brotará el azahar en los naranjos por la Andalucía baja, por Sevilla y por la costa. Desde que he vuelto a Andalucía, no me encuentro a gusto más que cuando atravieso sus campos. En las villas y en los pueblos grandes me siento un extraño, más forastero que cualquiera.
     El domingo por la mañana ya estoy deseando irme, pero el coche de línea no sale hasta pasado el mediodía.
   -Con las cosas que hemos hablado en estos días que hemos pasado juntos, se me hace raro que se marche -dice don Mariano. Se apoya en mi hombro y mira a la leve pendiente. Va en vilo por los adoquines redondos de la calle.
   -Hemos charlado mucho, aunque nadie lo diría -sonrío-. Y algún día nos reuniremos para contarlo.
   -Pocos faltaremos a esa cita, si antes no se han llevado a uno con los pies para alante -jadea y vuelve la vista hacia otro lado.
    Es buen pueblo Montilla, ¿no?
   Vaya... Es un pueblo con fábricas de vino. No viene mal el vino para ahogar la pena -medio bromea, como si le costara trabajo-. Suba Guadalquivir arriba o baje Guadalquivir abajo, siempre encontrará problemas.
   Llegamos despacio. En el mercado, aunque es festivo, entre las balaustradas de cemento, se ven cruzar las faldas de colores chillones de las mujeres. Hace aire. Miro distraídamente, y me parece -otra vez- que no sé, a ciencia cierta, qué rumbo tomar.



   -Tengo que hacer muchas visitas. Mejor es que nos despidamos ya. ¿Le parece que entremos aquí a beber las últimas?
   -Bueno.
    De nuevo están los hombres parados a la puerta de la taberna, con las manos a la espalda, las palmas blancas hacia fuera. Guardan el mismo silencio, y nos miran con caras de ajo a los viajantes.
   -Ésos también acudirán a la cita que imagina el amigo Quesada.
   Es lo que importa. ¿A qué hora dice que sale mi coche?
   -A las dos. Puede comer tranquilamente, y hasta tomar café.
   -No hay peligro por ahora... -Sonríe y mueve con aire resignado la cabeza, mientras se busca el pulverizador-. Yo desde luego llegaré más tarde a comer, cuando usted esté ya camino de Montilla.
    De verdad que hay buen mocerío -digo, mirando de lejos a dos muchachas que pasan cogidas de la mano.
   -Usted está encandilao desde que vio anoche otra vez a esa cordobesa que iba en el coche de Priego. Me di cuenta que no hacía usted más que mirar a la puerta de su casa.
   -Estas copas las pago yo.
   -Tengo mucha prisa, compañero. Vuelve a tocarme el hombro con su mano temblona-. Con una cordobesa así estuve yo también en un tris de encandilarme y mandarlo todo a rodar, pero eso no viene al caso... Luego me dijeron que la habían visto haciendo la carrera, entregándose por dos duros en Córdoba, por donde está el puente romano.



    Cuando me quedo solo, tengo la cabeza y el cuerpo calientes de vino. Por las calles del pueblo pasan los burros de los aguadores, cargados de cántaras de barro, coloradas o blancas. Sigo por una calle abajo, que se llama del Regimiento de Cádiz, una cuesta que llega hasta el río Guadajoz. Pasa la calle debajo de una arcada. Es una puerta del pueblo, que asoma a la carretera general. Sobre el arco hay un letrero que dice: «Puerta del Puente. Castro del Río. Córdoba. 1866». Hay unas señales, recordando hasta dónde llegaron las avenidas más importantes del Guadajoz. «Hasta aquí llegó el agua.» «Hasta aquí en 1947.»
    -Siempre estábamos diciendo: ya verás el día que al río se le jinchen las narices... -comenta un viejo que  está recostado en la puerta de Castro-. Pero el día menos pensao volverá a pasar lo mismo. Tós los ciegos le echan la culpa al empedrao, ya sabe.
    Sigo hasta el río. Desde el puente veo la figura entreverada del viejo, junto al arco, y unos camiones parados. Detrás está el pueblo blanco, en alto, y los restos de las antiguas fortificaciones y las torres de los templos. En las márgenes del río unos hombres se afanan, arrancando tierra: el mantillo y fango que ha arrastrado el agua el pasado invierno. Al lado hay borriquillos que rebuscan con el hocico la hierba más verde. Pasa un chico montado en bicicleta por la carretera.
   ¿Tiene fonda, señor?
   -Sí.
   ¡Ah! -Sigue pedaleando pendiente arriba hasta llegar a la puerta del pueblo.
    Se oye el clamor constante del agua, que pasa turbia, espesa, bajo los ojos del puente, entre una sombra que tiene color rojo.

15 septiembre 2013

Apuntes históricos sobre Bandas de Música en Castro del Río (siglo XIX).



     Los orígenes  de la música de bandas en Castro del Río hay que buscarlos en el seno de esas unidades cívico militares, que con diferentes nombres y con arreglo a las fluctuaciones políticas propias del periodo, se suceden a lo largo de la primera mitad del siglo XIX.
     Conocemos que el Batallón de Voluntarios Realistas de Castro Leal del Río, comandado por don Lorenzo Antonio Calderón y Espada, disponía de música propia. Así consta en una noticia inserta en la Gaceta de Madrid que refiere la comparecencia de una compañía de 50 granaderos con su música a los solemnes actos celebrados  el 16 de marzo de 1825 en la vecina población de Aguilar de la Frontera con motivo de la bendición de la bandera del cuerpo.

      Ambos batallones, furibundos defensores de la causa absolutista en la provincia (que se lo pregunten a Don Bartolo), debían estar muy hermanados ya que al frente del de Aguilar se hallaba el coronel de Infantería Joaquín Jurado Valdelomar, de linajuda ascendencia castreña:

    “Una compañía  de 70 granaderos  realistas con su música lucida, y  otros 50 de la misma clase con la suya, que vinieron de Castro del Río, maniobraron con la disciplina más exacta que puede tener cualquiera otro cuerpo del  ejército;  y a todos se sirvió después un espléndido rancho. La unión y alegría reinó en todos los actos, resonando sin interrupción los Vivas al Rey Absoluto, a la Religión y al Cuerpo. Estuvieron todo el día las calles con colgaduras, hubo repiques de campanas, y por la noche iluminación general, sin que ocurriese el más mínimo disgusto que turbase función tan plausible”.


     Un artículo de una publicación local titulado El Batallón de Voluntarios Realistas de Arganda del Rey (1829). La primera Banda de Música de Arganda,  puede resultarnos útil  para  hacernos una  idea del la composición de estos cuerpos de música (unos 20 integrantes) y sobre el instrumental utilizado: claro predominio del clarinete entre los de viento, dos clarines, un fagot, una trompa y un flautín; tambores redoblantes, bombo y chinesco en el apartado de percusión.
    No disponemos de información sobre música en el seno de la Milicia Nacional de Castro del Río durante el Trienio Liberal (1820-1823), ni en esa otra Milicia Urbana, proclive al liberalismo, que se crea una vez disuelto el cuerpo de Voluntarios Realistas a la muerte de Fernando VII (Estatuto Real de 1834).
   Las noticias más remotas de las que disponemos sobre un castreño relacionado con el mundillo musical se remontan al año 1843. Se trata de Salvador Portillo y Bello, cuyo nombre aparece entre los suscriptores en provincias del periódico filarmónico y poético El Anfión Matritense.


    Este señor a la postre terminaría convirtiéndose en  profesor de música  y director de la primera banda municipal surgida a orillas del Guadajoz.
    La  banda municipal de Córdoba, considerada entre las más antiguas de España y primera de Andalucía, nace en el año 1856 a partir del instrumental dejado por el disuelto Batallón Provincial de Milicias.
    En la música de la extinguida Milicia Nacional de Castro del Río, recuperada durante el Bienio Progresista (1854-1856), bien pudiera estar el germen de la primera banda estrictamente civil de la localidad, patrocinada  y subvencionada en parte por el municipio.

Diario de Córdoba (20 de marzo de 1857)


    En  marzo de 1860 podemos constatar su presencia en un acto patriótico y cuestación organizada por el Ilustre Ayuntamiento en favor del ejército que luchaba en África  y para celebrar la reciente toma de Tetuán:

    “Este ilustre Ayuntamiento acompañado de las demás autoridades paseó en público el retrato de nuestra Reina con la música y un gentío inmenso que la vitoreaba”.


    Durante el viaje que la reina Isabel II y su séquito realizaron por Andalucía en el año 1862, las autoridades cordobesas, al objeto de dar mayor realce a la visita regia, cursaron invitación a todas las bandas uniformadas existentes en los pueblos de la provincia. El Ayuntamiento de Castro del Río se excusó alegando hallarse ésta en fase de reorganización.
    La dirección de estas músicas, que a título privado o contando con el eventual patrocinio del Ayuntamiento, estuvo durante largo tiempo a cargo del ya referido Salvador Portillo y Bello hasta que le sobreviene la muerte en vísperas de la Feria Real del año 1871:

   “Ayer ha sido conducido a su última morada el cadáver de D. Salvador Portillo y Bello, natural y vecino de esta villa. Aficionado y compositor de música desde muy joven, y hasta el día, ha tenido la dirección de la marcha y capilla de esta localidad, y constantemente ha merecido las simpatías y aprecio de todos sus convecinos, los que le han dado la última prueba acompañándolo, sin distinción de personas, hasta depositarlo en la tumba.
    Las dos citadas músicas, uniformados sus individuos y enlutados los instrumentos, han acompañado el cortejo alternando con los salmos e imponentes cánticos de Iglesia, marchas fúnebres que el finado había compuesto. Dios lo tenga a su lado y preste a su viuda e hijos el consuelo que tanto ahora necesitan”.

    Castro del Río 10 de septiembre de 1871.

(Un suscriptor del Diario de Córdoba)
    Dos de sus hijos varones, formados ex profeso por su propio padre en el seno de la agrupación musical castreña, desarrollarían maestría en cuestiones musicales. El primogénito, llamado Cecilio Portillo y Tienda, recalaría en la villa cordobesa de El Carpio en el año 1865 para ponerse al frente de una recién creada Banda Municipal de Música.
   Tras la muerte de Salvador Portillo y Bello nos encontramos con un periodo de cierto vacío informativo. Tendremos que esperar a la boda de Alfonso XII con María de las Mercedes de Orleans celebrada el 23 de enero de 1878, para volver a escuchar sones de marcha en Castro del Río.
   Las Actas Capitulares en sesión celebrada el 12 de enero de 1878 recogen los acuerdos adoptados por el Ayuntamiento para festejar la boda real:

   “Distribución de limosnas, pan y telas entre los pobres, viudas y huérfanos; conmemorar la boda con un solemne Te Deum; la comisión de fiestas ordena que los días 24, 25 y 26 haya iluminación general y se pongan colgaduras en los balcones y rejas, y que la banda de música asista, en referidas noches, a la Casa Capitular desde donde se lanzarán cohetes y demás fuegos de artificio”.


    Durante la década de los ochenta las iniciativas en materia musical parecen emanar en un principio de José Díaz Carretero.
     A finales de 1881 se crea en Castro un Centro Filarmónico donde José Díaz Carretero ejercerá como profesor. Una de sus primeras realizaciones sería la de organizar una estudiantina que se presentó exitosamente durante Pascuas, extendiendo sus actuaciones a poblaciones vecinas como Baena y Cabra.
    Durante el carnaval de 1882 volvió la estudiantina a recorrer las calles de Castro, Espejo y Montilla. Entre sus integrantes, la casi segura participación de un joven de 11 años, alumno aventajado, llamado Francisco Algaba Luque.
      Ese mismo año se 1882 una banda de música dirigida por “el aventajado maestro” D. José Díaz Carretero participa en los fastos organizados con motivo de la primera misa del joven sacerdote local don Diego Millán Doncel. Su cometido, recorrer la víspera las calles de la población anunciando entre la feligresía la santa misa que había de celebrarse en la Iglesia del Convento de las Madres Dominicas el primero de octubre de 1882. La parte musical del oficio religioso correría a cargo de una orquesta dirigida por el inteligente profesor Miguel Portillo y Tienda (segundo de los hijos del maestro Salvador Portillo y Bello) que interpretó la misa del “inmortal maestro Carmona”.
    En una nueva función religiosa celebrada en julio de 1889 organizada por la Cofradía del Escapulario del Carmen, participa una “brillante orquesta”, instalada en el coro alto de la Iglesia del Carmen, bajo la dirección del maestro Díaz Carretero que ejecutó con acierto la misa del “Maestro Palatín”, y que participaría en el posterior desfile procesional por las principales calles de la población.
    Estas alternativas nos hacen presuponer la coexistencia de dos músicas en la localidad, dirigidas respectivamente por Díaz Carretero y Miguel Portillo durante los años finales del XIX.
   En los pasacalles y en dos conciertos celebrados en el Llano de la Iglesia para el día de la Virgen del año 1892 encontramos nuevamente a Miguel Portillo al frente de la dirección musical:

    “La elevada torre de la parroquial de la Asunción, perfectamente iluminada la noche anterior, los armoniosos acordes de la música, el tañido alegre de las campanas y la multitud de voladores lanzados al viento, eran como los heraldos de la gran solemnidad que al día siguiente debía verificarse.
    Una concurrencia numerosísima que invadía el paseo, la plaza y calles adyacentes, elogiaba al reputado profesor don Miguel Portillo y Tienda, cuando éste hacía ejecutar a sus aplicados discípulos las piezas más escogidas de su abundante repertorio. El pasodoble titulado Santo Tomás, el 2º acto de La Favorita, célebre obra del inmortal Donizetti, con otros varios trozos de música clásica de los mejores autores así españoles como extranjeros, todo ejecutado con admirable precisión ante los vetustos muros de la iglesia matriz, dejaron al publico altamente complacido hasta el punto de prorrumpir diciendo: ¡Que se repita, que se repita! como en efecto se repitió a la noche siguiente la misma velada musical muy interesante y nunca oída”.


    La carrera musical de Miguel Portillo finaliza de manera violenta en agosto de 1895, cuando en las inmediaciones de la puerta del cementerio atentó contra su propia vida pegándose dos tiros en el pecho.
    La siguiente noticia se mete ya en el siglo XX. Dentro de una detallada crónica sobre los desfiles procesionales de la Semana Santa del año 1900, se hace mención a la unificación y  reorganización de la banda de música, siendo alcalde el conservador José Navajas Moreno:

   “Se  han  refundido las dos  bandas de música en una, renovando sus instrumentos  y encargando su dirección a un funcionario público que revela ser un buen  profesor y compositor, quien  ha  logrado  que la banda esté  a una altura que nada  tiene  que envidiar  a la de cualquier  capital, realzando en estos días con su asistencia los solemnes actos a los que ha concurrido”.

Diario de Córdoba (19 de abril de 1900)

   Aquí ponemos de momento un punto y aparte, no sin antes hacer mención a la existencia de una tercera generación de músicos de apellido Portillo. Un hijo de Cecilio Portillo y Tienda, que a finales del XIX traslada su residencia desde El Carpio hasta Pozoblanco, llamado Salvador como su abuelo, terminaría vinculándose como organista a la ciudad de Bujalance. Llegó a dirigir orquesta en un oficio religioso celebrado en la parroquial de la Asunción de Castro del Río por invitación de Don Francisco Algaba en el año 1904.

01 septiembre 2013

DOCTOR JOSÉ HUERTAS LOZANO: CUERPO DE SANIDAD MILITAR (1896-1908).



    La guerra que se desata en Cuba a partir de octubre de 1895 va a condicionar en gran medida el futuro de José Huertas Lozano. Conforme van llegando a España los primeros soldados heridos, inútiles y convalecientes se hacen necesarios nuevos servicios hospitalarios.
    Sera la Cruz Roja la encargada de patrocinar la construcción acelerada de un Sanatorio Central en Madrid, instalado en la calle Vallehermoso, solemnemente inaugurado por S.M. la Reina Regente el 17 de febrero de 1896.

    Entre la amplia nómina de profesionales, que colaboran de manera voluntaria y altruista con la Cruz Roja, encontramos a nuestro protagonista como médico de guardia.


    Desconocemos hasta que punto su prestación como voluntario y sus relaciones personales con destacadas personalidades católicas y aristocráticas pudieron servirle de ayuda a la hora de ser nombrado médico provisional del Cuerpo de Sanidad Militar con destino en la Escuela Central de Tiro de Artillería (R.D. de 27 de abril de 1896).
    Casi a renglón seguido (D.O. del Mintº. de la Guerra de 29 de agosto de 1896) concurre a las oposiciones convocadas a médicos segundos de Sanidad Militar con destino para la Isla de Cuba, que gana y le dan derecho a su ingreso definitivo en referido cuerpo. Obtiene el puesto 4º sobre un total de 20 aprobados.
    Pasa a la Isla de Cuba adscrito al 1er. Bon. del Reg. Infantería de Pavía. Resultará  herido en la acción de “Arroyo Grande de las Damas” (Santa Clara) el 25 de febrero de 1897, siendo recompensado con la Cruz de 1ª Clase del Merito Militar con distintivo rojo.


    Transferido al Bon. Cazadores de Tarifa participa en un encuentro con la guerrilla independentista en la “Laguna de Miguel” el 26 de junio de 1897. Esto se traduce en una nueva medalla al mérito militar (pensionada) y un inmediato ascenso a Médico 1º.
    Tuvieron que ser años de intenso trabajo y aprendizaje tanto en medicina quirúrgica como en la lucha contra la fiebre amarilla, fiebres tifoideas, viruela, paludismo y otras pandemias, que a la postre produjeron más víctimas entre la tropa española que las propias armas del ejército mambí.
    Tras el desastre del 98 pasa a prestar servicios en el Hospital Militar de Carabanchel entre cuya nómina de sanitarios lo encontramos durante los primeros años del siglo XX. 
    Recupera su pasada vocación editorial. Con el concurso de un compañero de la brigada sanitaria, don Alberto del Moral y de la Torre, redactan y publican una “Nueva cartilla para el soldado sanitario: un libro útil, llamado a llenar un vacío necesario, y que demuestra el conocimiento profesional y táctico de ambos autores”.
    Por este trabajo recibirían una mención honorífica añadida a sus respectivos expedientes.

D.O. del M. de la Guerra (6 de febrero de 1903)

    La experiencia de la guerra posiblemente le sirviera para desmarcarse de su pasado, marcado por esos continuos enfrentamientos entre lo ortodoxo y lo heterodoxo, para centrarse definitivamente en su verdadera profesión, la medicina.
    A partir de 1904 se le destina a Málaga al Regimiento de Infantería de Borbón núm. 17. Compaginará la sanidad militar con la medicina privada. Según los Anuarios del comercio, de la industria, de la magistratura y de la administración, residía y pasaba consulta en la calle Madre de Dios nº 31.
   No tarda en integrarse en la sociedad malagueña retomando su pasada actividad como conferenciante en el seno de una veterana y prestigiosa institución malagueña denominada “Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales” en la que diserta sobre los problemas de desnutrición y alta mortalidad infantil, proponiendo la creación de consultorios específicos para atender a los sectores de la población más desfavorecidos. La famosa “Gota de Leche” que no cristalizará en Málaga hasta 1906.


    Para agosto de 1906 cuando desde la Sociedad de Ciencias se patrocina la celebración en Málaga de un “Congreso Provincial de Higiene” encontramos al doctor Huertas Lozano entre la comisión organizadora como secretario:

Revista de Sanidad Militar (1 de julio de 1906)

     En la sesión inaugural celebrada en el Teatro Cervantes, antes de que el presidente declarara oficialmente su apertura, el doctor Huertas Lozano leyó un discurso “en el que se hace historia de cómo nació la idea y de las vicisitudes por las que se pasó hasta su realización, siendo muy aplaudido”.
     Llamativas las palabras pronunciadas por el Inspector General de Sanidad propias del espíritu regeneracionista imperante:

    “En España no sabemos reunirnos más que para tres cosas: para hacer política, para hacer dinero y para divertirnos, y que es preciso asociarse para fines tan altos como los pretendidos en este Congreso”.

     El doctor Huertas participó en las sesiones con el tema “Nota comparativa de la morbilidad y mortalidad de la población civil y militar de Málaga” que fue aprobada totalmente con objeciones de los señores Romo, Bejarano, Oppel, Estrada y Linares.

     Por esta época parece ser que goza de cierto prestigio profesional y regenta un sanatorio especializado en práctica quirúrgica:

El Globo (27 de septiembre de 1906)


    Cuando parece haber logrado cierta estabilidad a orillas del Mediterráneo nos sorprende con una licencia por asuntos propios para La Habana (Cuba):


    A punto de agotarse el periodo concedido le sobreviene la muerte en la Habana el 10 de abril de 1908. Sabemos que dejo viuda con derecho a pensión, pues así consta en un número de la revista de Sanidad Militar, aunque no trasciende su nombre y apellidos. Tampoco podemos ratificar si, pese a pertenecer en su día a aquella famosa "Asociación de padres de familia contra la inmoralidad", dejó descendencia.

PUNTO Y FINAL