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14 febrero 2011

Castro del Río en las Cartas de Don Juan de la Sal, obispo de Bona.

  


   Marcelino Menéndez Pelayo fue un hombre dotado de una inteligencia privilegiada, gran erudito y crítico,  se autoproclamaba a cada paso como “pensador independiente y ciudadano libre de la república de las letras”. Su obra abarca virtualmente toda la Historia y toda la Literatura española, y su importancia es primordial para cualquier estudioso.
   Fruto de su polémica con los krausistas, sobre el problema de las relaciones entre la iglesia y la cultura, emergen dos de sus obras: La Ciencia Española (1876), en la que defiende la tesis de que había habido ciencia en España, y que ni el Estado ni la Inquisición habían influido poco ni mucho en su desarrollo; y los tres volúmenes de su Historia de los heterodoxos españoles (1880-82), con la que pretende demostrar que en España apenas si los hubo, ya que los españoles por ley de raza y de historia son refractarios a toda herejía y heterodoxia. Ambas tesis difícilmente se sostienen desde la perspectiva actual.


   Es en esta segunda obra donde he encontrado una referencia relacionada con el Castro del Río de los albores del siglo XVII, poco después de que el Príncipe de los Ingenios fuese arrestado y encarcelado en esta villa por la venta ilegal de trigo, perteneciendo ésta aún al marquesado de Priego.



   La fuente en la que bebe Menéndez Pelayo para referenciar este caso relacionado con Castro del Río, es la obra del gaditano Adolfo de Castro y Rossi que lleva por título "Curiosidades Bibliográficas"(dos tomos de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, de 1855 a 1857), que incluye unas famosas cartas al duque de Medina-Sidonia de Don Juan de la Sal y Aguayo, jesuita, obispo de Bona, en Africa, que era la Hipona (Hipo Regius) de San Agustín, enviadas desde Sevilla en 1616.
 
 

   Don Marcelino, haciendo gala de su habitual erudición nos cuenta sobre este docto y celebre hombre de ciencias sevillano:

   Hombre de ingenio agudo y despierto, a quien dedicó Quevedo sus romances de los cuatro animales y las cuatro aves fabulosas y a quien el festivo poeta Dr. Juan de Salinas llamó:
Doctor de ingenio divino
Sal y luz por excelencia,
en la iglesia y en la eminencia
gran sucesor de Agustino, etc...

   Y son notables las cartas de D. Juan de la Sal no sólo por lo burlesco y sazonado del estilo, sino por el buen juicio y por las veras que entre las burlas entremezcla. «Despacio había de estar Dios -dice en la carta primera- si había de llamar a que gozasen en vida de su esencia y lo mirasen cara a cara tantos como han publicado que lo han visto y gozado de pocos años acá.». «Crea V. E. que como hay hombres tentados de la carne, los hay también del espíritu, que se saborean y relamen en que los tengan por santos... Santidad con pretales de cascabeles nunca duró ni fue segura, sino la que a la sorda busca Dios».

   Una vez más se cruzan en mi camino un fraile carmelita (confesor) y una santa beata a la que se le atribuían hechos maravillosos o sobrenaturales.



De las cartas de don Juan de la Sal
(De Sevilla, 21 de julio de 1616)

   Tales son y han sido siempre los verdaderos santos, que han puesto su verdadero estudio en encubrirse a los ojos de los hombres. Los que no siguen esos pasos solo son chispas alharaquientas, que solo sirven de escándalo a los simples que se acercan y los creen, y al paradero que tienen, descubre bien lo que son. Y si quiere vuestra excelencia conocerlos, oiga dos caso sucedidos de pocos días acá, que son el verdadero retrato de éste.
   En Castro del Río, lugar del estado de Priego; del obispado de Córdoba, una beata, moza carmelita, fue en pocos días de hábito entrando en Dios nuestro Señor en tanta familiaridad que había entre ellos cosa partida, como dicen. Conversaba con él como un amigo con otro, y como buena hija daba cuenta de todo su interior al fraile, su confesor, hasta que de lance en lance vino a certificarle en gran secreto que había tenido expresa revelación de que a los diez días de marzo que pasó, en que la iglesia de Córdoba celebraba la fiesta del santo Ángel de la Guarda, la llevaría el Esposo para si, y que siete días antes puntualmente le daría un dolor de costado, de que al sexto desahuciada de los médicos, la olearían, y al punto de amanecer de la mañana siguiente, que sería el seteno de su mal y el último de su vida, le saldrían a los pies y manos y costado visibles las llagas de Cristo crucificado, y no le saldrían antes por evitar que se viesen al tiempo de darle el santo óleo; y que serían tantos y tales los milagros que Dios obraría por medio de las reliquias de su cuerpo, desde el momento que espirase, que no la enterrarían con el oficio ordinario de difuntos, y antes que el año se cumpliese la beatificaría el padre Santo. Finalmente, que le decía el señor que hiciese tres retratos suyos: el uno para enviar a su santidad, el otro para su majestad, y el tercero para poner en el altar donde estuviese su cuerpo.

Castro del Río en el s.XVII, según Pier Maria Baldi

   El confesor, oyendo estas maravillas, entró en deseo de acompañar a la Santa; y pidióle encarecidamente que alcanzase de Dios que se lo llevase consigo. Pidiólo, y tuvo revelación de que su padre espiritual le seguiría cinco días después de su muerte.
   El, lleno de alegría, con esta buena nueva, repartió liberalísimamente cuanto tenía en su celda. Comenzó a predicar aquellos días con increíble fervor, y hacía extraordinarias penitencias por disponerse mejor.
   Todo esto estuvo secreto entre los dos hasta que, llegado el día señalado, en que el dolor de costado había de darle a la beata, y dándole con efecto, le pareció al confesor que era bien, siendo el negocio ya seguro, dar parte a su provincial y a algunos de los mas autorizados religiosos de su orden, y aun de otras que estaban en su comarca, para que todos viniesen, como vinieron, a ser testigos de aquella maravilla. Dio también cuenta a los marqueses de Priego, que por su devoción, pagaron luego al pintor para que hiciese los tres retratos, y la Marquesa madre fue en persona a Castro del Río, desde Montilla, llevando al sietecito, heredero de la casa, que es también mudo como el padre, con esperanza de que haría la Santa algún milagro.
No debió el padre confesor dormir mucho aquella noche; y antes que Dios amaneciera fue en busca de las llagas, que era la señal que había dado la Santa. Pero no quiso Dios que las hallase, de que quedó medio atónito.
   Juntó luego a los padres, y dióles la negra nueva de que no había rastro ni pensamiento de llagas; con que empezaron a entrar en sospecha de que podría todo ser de no agua limpia.
   Juntóse a esto con una persona grave, a quien la enferma había entregado gran cantidad de papeles cerrados y sellados, escritos de su mano, con orden de que en ninguna manera los abriese hasta de su muerte, porqué era esta la voluntad del Señor, entró en curiosidad de que por dicha esos papeles le darían la luz de la verdad o vanidad del negocio, y así, se encerró a solas, y abriéndolos, halló por cabeza de proceso que en tal día y a tal hora le había mandado el Señor que abriese aquellos papeles en manos de Fulano, que era gran siervo suyo, por su mucha virtud, muy agradable a su divina Majestad. No hubo leído estas palabras, cuando volvió como un rayo donde estaban los demás, y habiéndoselas leído, les dijo, lleno de celo: “Padres míos, todo es vanidad”, porque para mayor confusión mía, el día que dice ella que Dios le dijo que yo le era agradable, fue cierto que estaba en su desgracia, y lo había estado y lo estuve algunos días antes y después.
   Acabaron con esto de persuadirse a que era ilusión o fingimiento cuanto decía la beata; y axial, acordaron prudentemente que luego se le dijese, por el riesgo en que estaba de morirse, que si había engañado fingiendo todo lo dicho, pidiese perdón a Dios, y se confesase de todo con arrepentimiento; y si había sido engañada del demonio, también reconociese y confesase su culpa de haber sido frágil de creerlo.
   La mujer se compungió grandemente; hizo una buena confesión, y quiso Dios darle la vida para que no quedase duda de la verdad del engaño. También vivió el confesor; y la Marquesa y su nieto dieron la vuelta a sus cosas, haciéndose cruces con asombro.

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